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Don Nepo y los muertos vivientes

Por Marcela Turati

La última vez que vi a don Nepomuceno Moreno Núñez fue en el autobús en el que regresaban las víctimas que acuerparon el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad de regreso de la Caravana del Sur. El camión parecía una peña: las madres y padres huérfanos de hijos, todos tragados por la maquinaria de la violencia, penaban a una misma voz sus ausencias con canciones rancheras.

“Amor eterno, e inolvidable, tarde o temprano estaremos juntos para seguir… amándonos”, era la canción encarnada por todos.

Al fondo del autobús, en el último asiento, un equipo de Periodistas de a Pie escuchábamos a Don Nepo relatar su historia de padre amoroso que busca a Jorge Mario, el hijo de 18 años, desaparecido junto a tres amigos, que investiga y descubre que unos policías lo capturaron, que reclama a las autoridades pero nunca lo escuchan, y que con los bolsillos vacíos decide convertirse en nómada que recorre el país pidiendo ayuda.

 

Aquella fue la única vez que vi llorar a ese sonorense bonachón, de sonrisa permanente enmarcada por el bigote cano, de golpeado hablar norteño, con los surcos de la vida trazados en el rostro. Ni en ese momento soltó ese cartel azul con la foto de los cuatro jóvenes capturados, que parecía llevaba incorporaba al cuerpo, y levantaba, como si fuera un estandarte, en cada plaza visitada.

 

“Dios no quiera, pero me van a matar muy pronto. Yo asumo mi responsabilidad. Páseme lo que me pase esto no es vida: te levantas y piensas a tu hijo, todo el día no lo puedes dejar de pensar, lo llevo a misa, platico con él, lo oigo riendo, me traje conmigo su camiseta del béisbol”, dijo esa tarde con la garganta hecha nudo, el hombresote quebrado en llanto. Después relató cómo habían tratado de eliminarlo en Sonora, a su regreso de la primera Caravana. Sabía que su suerte estaba echada.

La cámara de video captaba su testimonio de amor: “Investigué la última llamada que salió del celular de mi hijo, estuve a pie recorriendo caminos, canales en el Valle del Yaqui buscando evidencias, ya me quité el miedo”.

La cinta se convertía en evidencia de la impunidad que esta semana se materializa: el lunes al medio día, cinco balazos silenciaron a don Nepo en el centro de Hermosillo, una más de las tierras sin ley que alberga este país.

En la red circulan videos donde consta su transformación de padre en activista.

En uno de los últimos, grabado hace mes y medio, se le ve en el Castillo de Chapultepec serio entregando el expediente judicial con el caso de su hijo a Felipe Calderón y éste, tomándolo del brazo, prometió revisar su asunto. Ahora sabemos, el presidente pecó de omisión.

Moreno se suma a la cuenta de los 50 mil asesinados del sexenio que él denunciaba. Engrosa también una de las listas más dolorosas y abominables fabricadas en esta maquiladora de muertos: la de padres, madres, hermanos e hijos asesinados por implorar que alguien investigue el destino final de sus seres más queridos, sangre de su sangre.

Don Nepo estaba consciente de que buscar justicia para su Jorge Mario, en este país de impunidad, lo convertía en sentenciado a muerte. Parecía que no le importaba, pero los ojos se le encharcaban y la garganta se le cerraba en un nudo cuando preludiaba su muerte.

El era de ese nuevo tipo de padres suicidas que engendra el sexenio, que se dicen a sí mismos “muertos en vida”. Esos que acuden a redacciones como la de Proceso a denunciar la tragedia que han vivido, el asesinato, la desaparición, la tortura, el secuestro, el encarcelamiento injusto de uno o varios familiares, el dolor que llevan en el alma.

Aquellos que llegan con la rabia trabada en el cuerpo tras el humillante peregrinaje entre procuradurías de justicia, despachos de diputados, o del presidente, alcaldes o gobernadores, donde sólo juegan con ellos ping-pong hasta quebrarles los ánimos.

Aquellos suicidas por tener demasiado amor que piden llorando del miedo a perder la vida, pero con la convicción arraigada: “Publique mi historia”.

“Pero pueden matarlo a usted y a su familia”, escuchan por respuesta; perplejos los periodistas.

“Publíquela, ya nada importa, ya estamos muertos”.

Todos ellos y ellas aprendieron pronto que en este país que nadie los va a proteger. Que están huérfanos de autoridades.

En esta lista abominable apareció por un tiempo Marisela Escobedo, la madre de la adolescente Rubí Frayre, que caminó el país movida por la rabia de saber absuelto al asesino de su pequeña.

Al día siguiente de su muerte, afuera del Palacio de Gobierno donde la cazaron sus asesinos, unas madres vestidas de negro –hermanadas con ella en la búsqueda de justicia para sus propias hijas-- lloraban su orfandad absoluta. Y tragándose las lágrimas decían valientes: “Si nos van a matar que vengan por todas nosotras, ya saben dónde estamos y que vamos a seguir buscando a nuestras hijas”.

Entre las familias de los muertos en vida están las de los 13 jóvenes masacrados en agosto de 2008 en Creel, Chihuahua. Gloria Lozano, una de las madres coraje convertida en investigadora por su impaciencia ante la injusticia, con frialdad decía: “Ya nos dijeron que nos van a mochar la lengua por andar hablando, pero no importa que nos maten, si ya nos mataron junto a nuestros hijos”.

En Creel pagó con su muerte Daniel Parra, miembro del grupo de padres huérfanos. Otro de este equipo, Oscar Loya, al poco tiempo desarrolló un cáncer de garganta y, según me explicó un día, “fue por tanto gritar sin que nadie escuche”.

Esta maquinaria, que considera enemigos a quienes se mueven por los lazos del afecto desafiando las lógicas del terror, que criminaliza y asesina quienes les es negado el luto desde que les fue vedada la justicia, opera impune.

Esa misma fue la que exterminó a la familia Reyes, del Valle de Juárez, que cuando ya lloraba dos muertes tuvo que instalar un campamento a las puertas del Senado para exigir la búsqueda de los otros tres miembros desaparecidos. Sí se los regresaron. Escupieron sus cadáveres arrojados como desperdicio en la cuneta de una carretera.

Esa fue la que alcanzó al líder mormón Benjamín Lebarón, que en su natal Galeana, Chihuahua, lazó la voz contra el secuestro de su hermano Erick y pagó esa lección de dignidad con su muerte y la de su cuñado Luis Withman.

Fue la que silenció a Leopoldo Valenzuela Escobar, don Polo, el desesperado duranguense dueño de una refaccionaria que pidió ayuda inútilmente a la policía y al ejército para que liberaran al hijo secuestrado en una casa de seguridad de domicilio conocido.

Cuando supo que tenía los días contados por haberse atrevido a suplantar al ministerio público y hacer pesquisas por su cuenta, el hombre acudió a Proceso para dejar su historia como testamento.

“Si me matan, me harían un favor. Esto no es vida”, dijo cuatro días antes de ser acribillado.

Ese ha sido el destino de tantos hombres y mujeres anónimos que a diario gritan su tragedia pero nadie escucha. Como le oí decir a una mujer que buscaba a su hijo en las narcofosas de San Fernando: “Parece que hablamos desde abajo del mar”.

El Estado mexicano se lava las manos por estas muertes aunque ha pecado de omisión. Peca por no brindar seguridad a sus ciudadanos. Por no investigar sus homicidios o desapariciones y juzgar a los responsables. Por impedir el luto a estas familias amputadas que tienen que dedicarse a empujar con sus vidas al podrido aparato de justicia.

¿Qué clase de país exige contra-natura que sean los padres y madres los que entierren a sus hijos y además les exige que, como un último acto de amor, se arrojen con ellos a sus tumbas y ofrenden su vida en desagravio? ¿Qué clases de padres y madres son estos que no escarmientan y siguen alzándose para pedir justicia y penando su amor eterno?

Estoy segura de que en este momento Don Nepo está abrazado a su querido Jorge Mario (esté vivo o muerto) como se aferraba a su estandarte sobrecargado de fotos o a su camiseta de béisbol. En estos casos a los muertos se les desea que descansen en paz; y a los que nos decimos vivos que la inmolación de tantos padre y madres amorosos no nos permita descansar.

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