NUESTRA APARENTE RENDICION

Haz patria, perdona a un buchón

Enrique Serrato/Noroeste Enrique Serrato/Noroeste Enrique Serrato/Noroeste

Víctor Hugo Michel, periodista con gran experiencia en el reporteo de historias con vuelo internacional, se enteró de tres sinaloenses acusados de tráfico de drogas en Malasia, mediante conversaciones con sus fuentes en la diplomacia mexicana en 2011. Poco después, atravesó el mundo para investigar los detalles de su juicio en un país que condena con muerte el tráfico de drogas.

 

Michel pensaba en 2011 que esta historia desentrañaría algunos de los vínculos internacionales del tráfico de drogas mexicano, pero lo que se encontró en el camino fue un relato intensamente humano. Por eso, su libro Morir en Malasia: una crónica sobre los desechables del narco, estilísticamente, refleja uno de los momentos más memorables que pueden ocurrir a un cronista y a sus lectores: el descubrimiento de la mirada del otro mediante la exploración de la mirada propia.

Michel, quizá al principio de la investigación para este libro, buscaba desentrañar los secretos del poder global del Chapo o, más aún, plantear, una vez más, que el problema del narco es global con vínculos locales. Quizá también buscaba la imagen de seres exóticos, los narcos, que fácilmente atrapan la imaginación de lectores incautos. Sin embargo, lo que encontró fue algo grandioso: la mirada de un otro insospechado. Ese otro es el soldado del narco, el soñador de barrio popular que termina envuelto en una red global de relaciones económicas, políticas, sociales y mediáticas que no nos permite verlo a los ojos, hasta que un periodista avezado y con ganas de perderse de sus prejuicios, como Michel, lo regresa a la discusión pública.

Los tres supuestos narcos de esta historia eran hermanos, pero tenían la desgracia de ser de Sinaloa, cuna de la mayoría de los líderes del narcotráfico y de una de las organizaciones de tráfico de drogas más exitosas en la historia de México. Cuando Víctor llegó a Malasia y conoció a Luis, José Regino y Simón González Villarreal, tuvo frente a él a personajes de una vida sencilla y dramática que rompía con los estereotipos de la guerra contra las drogas. En lugar de tres grandes capos de las drogas, Víctor se enfrentó a tres hombres asustados que provenían de Lomás de Rodriguera, donde tuvieron vidas modestas sostenidas mediante la fabricación de ladrillos, en una zona pobre, deprimida y deprimente de Culiacán.

Michel nos ofrece aquí, entre otras cosas, los pensamientos y sufrimientos de estos tres hermanos que esperan ser ejecutados. Y nos los presenta como connacional una vez más. Los tres hermanos González Villarreal, a su modo intentaron escapar al destino que la pobreza impone a quienes vienen de una familia humilde donde, para acabarla de amolar, Dios había mandado a once hijos con quienes compartir el pan:

Luis González Villarreal, de cuerpo fornido y chaparrito intentó ser soldado, pero el Ejército le negó un puesto porque no tenía el certificado de secundaria. También intento ser boxeador como su coterráneo Julio César Chávez, pero a diferencia de Chávez, él no tenía dinero para sostener sus entrenamientos y fracasó. El resto de sus sueños se desvanecieron cuando se le desviaron dos vértebras de la columna por tan duros trabajos en la batida de fango para fabricar ladrillos.

A José Regino le decían “Gino” o “La alcancía”, porque tenia la cabeza llena de cicatrices. José Regino tuvo mala suerte desde chiquito. Era el típico hermano que siempre andaba recuperándose de un accidente, aunque también era el más sociable, enamoradizo y carismático de  todos. Un líder nato. Intentó escapar la suerte de la ladrillera atendiendo la tiendita de su madre, pero fiaba tanto a tanto conocido que se fue a la quiebra y tuvo que regresar a la dura fabricación de ladrillos.

Simón, en cambio, era el más serio y reservado, le decían el guachín, porque de tan disciplinado parecía soldado. Era el fogonero de la ladrillera, el que velaba para que los pedazos de tierra tuvieran la consistencia perfecta. Simón trabajaba con diligencia, cumplía sus obligaciones, no rezongaba.  Simón nunca intentó escapar a su suerte ni la de su familia hasta que un buen día lo convencieron de chambear lejos de Culiacán.

La circunstancia familiar de su partida a Malasia fue dramática: la familia, tras años de trabajar y luchar, cayó en una profunda crisis emocional y económica, luego de que asesinaron al hermano menor de los once González Villarreal, durante un asalto ocurrido al más puro estilo Zeta en medio de la guerra contra el narco emprendida durante el sexenio violento de Felipe Calderón.

Luego del cruento asesinato, José Regino conoció a un individuo de nombre Jorge Enrique que lo invitó a trabajar al otro lado del mundo. Se llevó a su hermano Simón y en un par de semanas regresaron con regalos para celebrar la navidad.

Fue entonces que los hermanos se ganaron el apodo de los “buchones”.  

En la segunda vuelta a Malasia, de la que no regresarían, también los siguió Luis en un intento más para, por fin, cambiar su suerte. 

Pero no nos adelantemos a la historia que Víctor Hugo nos narra tan bien aquí. Simplemente, tomemos el planteamiento inicial para señalar que el resto del libro de Michel, a diferencia de muchísimos libros que tratan el tema del narco mexicano en el mundo, no se centra en por qué encontró a estos tres hermanos en una inmunda cárcel de Malasia esperando su sentencia de muerte. El por qué del encarcelamiento de estos tres hermanos, que bien pudieron salir de la trama de una película de Pedro Infante, es claro: la policía malaya necesitaba de un caso ejemplar para justificar su estrategia de lucha contra el narcotráfico frente a Estados Unidos y la ciudadanía malaya en tiempos electorales, por eso los atraparon mientras trabajaban en un laboratorio de metanfetaminas, probablemente, al mando del llamado Cártel de Sinaloa.

La clave de Morir Malasia no radica en ese por qué, sino en el cómo, en las condiciones en que Michel encontró a los hermanos González: completamente desechos, primero por el abandono de sus compinches y jefes en la producción de drogas, luego por el arbitrario desconocimiento y omisión de sus derecho por parte del Estado mexicano.   

Ese primer abandono se revela en los capítulos 6 y 7, y fue de sus propios compañeros de actividades criminalizadas. Jorge Enrique y el resto de los jefes de los hermanos González Villarreal también fueron aprehendidos, pero lograron salir libres. Hubo una sospechosa y cinematográfica operación que desapareció la evidencia contra ellos en la estación de policía de Malasia. Sin embargo, la operación no logró desaparecer una muda de ropa que contenía el ADN de los González Villarreal y algunos restos de metanfetaminas que sirvieron para que el Estado malayo decidiera llevarlos a patíbulo, luego de liberara a sus jefes.

Absolutamente nada parece indicar que Jorge Enrique y el resto de los líderes del grupo de sinaloenses que producían metanfetaminas en Malasia hayan hecho algo por ayudar a los hermanos o su familia. Estos jefecillos llegaron un día a Lomas de Rodriguera, los invitaron a colaborar en un negocio que era penado con muerte al otro lado del mundo y, después, cuando llegó la hora de pagar los platos rotos, los jefecillos —los que, por supuesto, ganan mucho mejor en ese negocio— lograron escabullirse  de la justicia y los dejaron allá tirados. Y, peor aún, dejaron a una familia más pobre que nunca frente a un juicio en un sitio alejado, adonde era complicado y carísimo llegar a ayudar y dar consuelo.

Por si fuera poco, después de que sus jefes los abandonaron, los hermanos González Villarreal sufrieron de la negación de sus derechos por parte del estado mexicano. Así se desprende del capítulo 4 y 5, donde Víctor Hugo Michel muestra cómo la Embajada de México en Malasia no proporcionó la apropiada asistencia consular a los hermanos que no sabían una palabra de la lengua y mucho menos del sistema jurídico en Malasia. Los políticos y diplomáticos mexicanos los dejaron prácticamente solos y sin defensa consistente.

Esta falta de respuesta de la Embajada, al mando de Alberto Lozoya, es desconsoladora, dicho sea de paso, no sólo en el caso de los hermanos González Villarreal, sino como signo de la falta de consistencia e inteligencia en la política exterior y el sistema de justicia mexicana en las últimas décadas.

En otros tiempos y en otras ocasiones las cosas pudieron ser muy diferentes. El gobierno mexicano solía defender a los mexicanos en problemas legales que podrían llegar al patíbulo, pero esta vez en que se trataba de tres hermanos pobres que se vieron envueltos en el eslabón más débil del tráfico de drogas nadie en el gobierno hizo algo por ayudar.

A diferencias de otros casos y “pese a lo inédito del tema —escribió elocuente Víctor Hugo Michel— no hubo grandes pronunciamientos, ni personalidades que salieran a defender a los González Villarreal, aun cuando en ese momento el juicio no había arrancado y su culpabilidad no había sido comprobada, además de que existían dudas sobre si se había cubierto el debido proceso en su caso. El presidente Felipe Calderón nunca tocó el tema. Los sinaloenses, quedaba claro, no eran Florence Cassez ni el suyo era considerado un asunto de Estado.”

Pareciera que los hermanos González Villarreal tuvieron la mala suerte de que los agarraran en un momento en que el ejercicio de derechos era imperdonable para algunos mexicanos. Lo más terrible del caso, empero, no fue la falta de perdón y compasión por su circunstancia, sino la frialdad con que funcionarios públicos y políticos negaron el más mínimo acceso a la justicia, prescindiendo de los crímenes que se pudieron cometer.

Tristemente el caso no era excepcional, dada la circunstancia. En un momento en que el mismo presidente de México enfurecía la retórica contra los traficantes de drogas al ritmo que aumentaba vertiginosamente el número de muertos por la supuesta guerra contra las drogas y el narcotráfico, el Embajador Lozoya y el resto de los funcionarios que vieron pasar por su escritorio el caso de los hermanos González Villarreal quizá pensaron que era demasiado arriesgado reconocerles derechos. Brindar a los hermanos González Villarreal la mínima ayuda, reconocerlos como ciudadanos mexicanos ponía a los funcionarios ante la peligrosa posibilidad de que alguien fuera a pensar que no veían a los hermanos como los veía el Presidente: como insectos.

Víctor Hugo Michel tuvo el tino del periodista acucioso de recordar que en medio del proceso jurídico a los hermanos González, Felipe Calderón pronunció el famoso discurso “de las cucarachas” frente a la comunidad judía, “una pieza de oratoria que encuadraba la visión con la que estaba trabajando su gobierno”:

 

--No hay otra alternativa en este terreno, amigas y amigos. Y déjenme decirles que a veces mi percepción es que me siento como el inquilino que llega a una casa y que se da cuenta que la casa tiene termitas o tiene cucarachas y que lo hizo en el momento en que iba a cambiar la alfombra y descubrió que eso estaba lleno de cucarachas. Y lo que hay que hacer es limpiar la casa. Punto.

 

Durante la guerra contra las drogas, los políticos y algunos moralistas y policías nos han enfrentado ante la falsa disyuntiva de que el mundo es negro o blanco, bueno o malo, criminal o legal, que uno como ciudadano debe estar con ellos o contra ellos. Con esta pretensión de que hay mexicanos de primera que deben ayudar a aniquilar la plaga de los mexicanos de segunda, esos mexicanos cucaracha, se han justificado en los últimos años absurdos raseros para evaluar la justicia. Es así como los gobernantes, por ejemplo, han usado el recurso de justificar asesinatos cruentos en que participan agentes del Estado bajo el supuesto de que “en algo andaban metidos” o que pudo ser parte de un “arreglo de cuentas”. Es así como se nos exige que aplaudamos la última exhibición de los líderes de algún “cártel” frente a las cámaras de televisión, antes de que se les haya juzgado y, frecuentemente, salgan libres porque se trataba de alguna injusticia, un chivo expiatorio o por la incapacidad ministerial del poder Ejecutivo.

En este ambiente, las imágenes de masacres y violencia son las que mayor espacio ganan en los medios de comunicación, quizá porque así las agencias antidrogas y de seguridad pueden justificar que la guerra —y su gordísimo presupuesto— continúe. Es decir, la misma violencia generada por el régimen de prohibición de drogas promovido desde el gobierno sirve de combustible para que la guerra gubernamental que genera la violencia continúe: un círculo de vicios en que se trata a los mexicanos como idiotas.

Y más aún, un círculo vicioso en que se pretende natural que se nos pida que ayudemos en la matanza de otros mexicanos.     

Es por eso que antes que nada, antes de que empiece la lectura de esta alucinante historia, quiero proponer la idea, amable lector, de que el costo más grande y profundo de la llamada “guerra contra las drogas”, es que esta mentada guerra ha provocado que se nos olvide —sí, a usted y a mi— que todos somos mexicanos, unos más descarriados que otros, pero todos sin excepción estamos y estuvimos en el mismo barco y tenemos cosas que aportar a este país.

Hubo otro tiempo en que los mexicanos nos reconocíamos unos a otros como portadores del amor al prójimo y a la patria, ese tiempo en que no había nostalgia del pasado porque no buscábamos matarnos los unos a los otros ni restaurar mesiánicos fantasmas de ayeres superados, sino gozar orgullosos el presente y forjar el futuro. Había fe en el trabajo honrado y el progreso, no esta vocación por abrazar el miedo como única fuente de un futuro miserable pero seguro. Es el miedo al narco, los políticos, los curas y las autoridades lo que nos ciega para abrazar nuestros abismos, nuestro lado oscuro e inconfesable frente a nuestros compatriotas y compañeros de viaje en la aventura de hacer patria. Es el miedo lo que nos ha desgastado hasta la capacidad de apreciar y reconocer a nuestros compatriotas.  Y fue este miedo el que dejó que dejáramos morir a los hermanos González Villarreal, abandonados por todos en la cárcel Ayer Molek, un reclusorio donde vivir parece una tortura.

El abandono por parte de los jefes de los hermanos González Villarreal en negocios ilegales y la negación de sus derechos por parte del Estado mexicano sirvió de preparación para el linchamiento público de los hermanos por parte de todos nosotros. Déjeme explicarme. Cuando su historia, se empezó a ventilar en medios de comunicación, gracias al trabajo de Michel, las reacciones de sus connacionales en México fueron en su mayoría de reprobación y, no sólo eso, de completo acuerdo con que los mataran en nombre de la ley que persigue el vicio de las drogas. Víctor Hugo Michel lo dejó muy claro y bien ilustrado en el siguiente fragmento:  

 

La situación de los tres hermanos se volvió centro de debate, una válvula de escape para muchas de las frustraciones generadas por los pocos avances en la campaña antinarcóticos que mantenía a México atrapado en una dramática espiral de violencia. Hubo quienes utilizaron la coyuntura para ventilar su apoyo a la pena de muerte.

“¡Malditos perros! Merecen morir”, opinó un usuario en un foro de un diario nacional.

“Como decía don Porfirio: ¡Mátenlos en caliente!”, repuso otro. 

Uno más: “¡Cuélguenlos como cerdos!”

 

Los hermanos González se volvieron en chivos expiatorios en un país al que de alguna manera se le desgastó la capacidad de sentir el dolor ajeno.

 

***

Tengo la impresión de que, en buena medida, a los hermanos González los abandonaron sus jefes, los desconoció el Estado y han sufrido el desprecio de la sociedad, en parte, por ser de la clase social equivocada. Y creo esto por un detalle que quizá pasará desapercibido para los lectores que no sean de Sinaloa: en algún punto entre el primero y el segundo viaje a Malasia a los hermanos González Villarreal empezaron a apodarlos “los buchones”.

El primer registro que he encontrado sobre el uso del término “buchón” es el estudio de campo del médico Alfonso Ortiz, fechado en Álamos, Sonora en noviembre de 1892,  sobre el bocio endémico que sufrían poblaciones campesinas en algunas regiones de México, Sinaloa incluida. El doctor Ortiz usó la palabra para describir a uno de sus pacientes: “Desiderio Arredondo, originario de Choiz, pequeño pueblo del Distrito del Fuerte, de 61 años de edad, de ejercicio ranchero, de temperamento sanguíneo, muy corpulento, no tiene, según dice, ascendientes ni descendientes buchones.”[1]

Desde aquellos años, la palabra buchón fue usada por las comunidades campesina de Sinaloa para referirse a los enfermos de bocio. Con los años, en las áreas urbanas de Sinaloa se empezó a usar el términos “buchón” para referirse de manera despectiva a los campesinos de la sierra que llegaban a las ciudades. Ya para segunda mitad del siglo XX, el término “buchón” era usado por los sinaloenses de los valles y las ciudades para referirse a los cultivadores de opio y marihuana. Actualmente, se denomina “buchón”, a la persona sobre todo de clase baja que emula en gustos y consumos a los traficantes de drogas de clase alta, ya sin ninguna connotación médica. El uso actual de la palabra, por la manera en que se entiende popularmente, proviene también de la forma en que las personas de clase popular, especialmente de origen rural, piden el whisky Buchanan’s, pues lo pronunciaban como se lee. Como buen sinaloense tengo mis propias ideas sobre el fenómeno buchón y se las comparto aquí para que entienda y disfrute aún más la lectura de la narrativa de Michel:

Tengo la impresión de que la relación que hacen los sinaloenses entre la marca Buchanan’s y las clases altas del narcotráfico se debe a los hermanos Arellano Félix, que reservaban una fila especial en los bares de los que eran propietarios para quienes compraran una botella de este Whisky a finales de los años 1980 y principios de los 1990. En el Franky Oh de Mazatlán, por ejemplo, la fila seis era la entrada para quienes compraban la llamativa y —en esos tiempos anteriores a los tratados de libre comercio— carísima botella verde, que no dejaba ver los tonos cafés y dorados del whisky durante la decadencia cocainómana ochentera. En Sinaloa, se conservó la idea de que la gente nice  y quienes quieren parecérseles toman Buchanan’s,, al grado de que incluso en la actualidad es uno de los lugares de la tierra en que más se vende esta marca.

En los últimos años, los buchones han tomado preeminencia en la vida cultural sinaloenses. Los meseros de Culiacán, sobre todo a finales del sexenio de Vicente Fox, empezaron a notar que, cada vez con más frecuencia, los bares y cantinas donde atendían se llenaban de hombres jóvenes, acelerados, de evidente extracción popular, con gusto por el narcocorrido del movimiento alterado (búsquelo en youtube bajo su propio riesgo), vestidos con ropa ranchera mezclada con prendas de diseñadores llamativos, especialmente traída de Estados Unidos como Ed Hardy y Versace, y pidiendo a gritos chorros de Buchanan’s para bajarse el acelere, los sustos, darse valor y disfrutar de los frutos de su trabajo, frecuentemente violento, en el mundo de las drogas ilegales. Les llamaron buchones, como ya dije, por la manera en que pronunciaban el nombre de su whisky dizque nice.

Los buchones no eran ricos evidentemente. Los buchones eran, en parte, la carne de cañón con que los traficantes sinaloenses respondieron a la estrategia empresarial de crear unidades especializadas en ejercer violencia al igual que los Zetas y el cártel del Golfo. También eran, en parte, el proletariado del narco, por decirlo de alguna manera, y por lo tanto,  y por supuesto, el hazmerreír de todos por su evidente naturaleza inferior.

Los buchones dicho fácil son los mandaderos del narco que, por relumbrón, en su indumentaria emulan, aunque no posean, la riqueza de los traficantes ricos.

El estilo buchón no ha tardado en volverse una tendencia cultural imitada por otros. Es decir, empezaron a haber buchones pousers, buchones wannabe, imitaciones de la emulación buchona por parte de gente pobre que nada tenía que ver con el narco. Los buchones pouser eran, en parte, el ejército laboral de reserva del narco, por decirlo de alguna manera, y por lo tanto,  y por supuesto, el hazmerreír de todos por su evidente naturaleza más que inferior.

Valga el comentario de que estos procesos de emulación de las clases altas por parte de clases populares no son nada nuevo ni algo excepcional y específico a Sinaloa. Formas de “glamourización” que ayudan al reconocimiento del orden social, del dominio y poder de los ricos sobre los pobres ha habido en todo el mundo durante el desarrollo del capitalismo: el poder del símbolo es su forma de integración social por excelencia y el buchón, al final de cuentas, es un ser violento que perpetua la violencia simbólica que los tiene en el despreciable papel de mandadero presuntuoso.  

Al margen de lo anterior, la gran diferencia del buchón con, digamos, el indio pata rajada o el pinche jodido mugroso o el piojoso muerto de hambre, es que el buchón como etiqueta social nació del deseo de los soldados del narco por ser reconocidos en sus esfuerzos, goces y luchas. No son sólo el producto del menosprecio de las clases medias y altas por las clases pobres del campo, los migrantes rurales a zonas urbanas o los pobres de ciudad. Los buchones son algo nuevo que nace de la idea de que el poder del capitalismo global es aparentemente arbitrario: puede poner arriba a los de abajo y a los de arriba en el suelo con la facilidad de un fallo en el sistema financiero o el gusto de los consumidores de los países ricos o las comunidades globales en Internet.   

Este es el espejismo que se vislumbró cuando entre el primero y el segundo viaje a los hermanos González Villarreal empezaron a llamarlos “los buchones”. No fueron buchones porque se sujetaran a un exótico estilo estético del narco, sino porque pudieron alguna vez mostrar la violencia sistémica y sistemática que los orilló a ir al otro lado del mundo para, por fin, traer juguetes a pasto para los niños en Navidad. Obtener algo de esa riqueza que se percibe virtualmente en todos lados pero sólo aparece en golpe de suerte o temeridad con lo global.

Seguramente, usted amable lector, jamás ha fantaseado con la idea de hackear la página de su banco para borrar sus deudas, jamás ha deseado que un millonario árabe le ofrezca transferir sus millones en verdad en vez de simplemente tratar de extorsionarlo, jamás aceptaría que la fortuna de un político corrupto caiga por error en su cuenta bancaria y regresaría el maletín con un millón de dólares, si se lo encontrara tirado casualmente en la calle durante algún viaje. Por eso le pido que lea este libro, vea a los ojos a los hermanos González Villarreal, haga patria y entienda, perdone a los buchones.

 

 

Froylán Enciso

Hotel Belmar de Mazatlán,

mayo de 2013.



[1] Alfonso Ortiz, “Clínica externa”, Gaceta médica de México, vol. 29, 1893, p. 8.

Información adicional

  • NAR: Prólogo al libro "Morrir en Malasia" por Víctor Hugo Michel
  • Por: : Froylán Enciso

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