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FRANCISCO ARRATIA SALDIERNA

Dos sicarios en un automóvil rojo buscan al autor de esa columna para romperle los dedos

 

Se presume que Francisco Arratia Saldierna era un periodista molesto para los narcotraficantes y, por ese motivo, la tarde del 31 de agosto de 2004 dos sicarios lo subieron a la fuerza a un automóvil, le rompieron uno a uno los dedos de las manos, le quemaron las palmas, le reventaron a golpes un pulmón y, sesenta minutos de tortura después, lo dejaron al filo de una cuneta, cerca a un local de la Cruz Roja de Matamoros, en Tamaulipas, inservible para escribir y para seguir viviendo.

Se presume que era incómodo como un mosquito en el oído porque, ocho años después ninguno de sus textos sobrevive en internet, ese gran archivo donde se acumulan las obras y desperdicios de la humanidad. Donde se acumula todo menos lo que hizo Arratia.

Escribía en cinco diarios: El Mercurio, El Imparcial, El Regional, Línea Directa y El Cinco. Y según la Sociedad Interamericana de Prensa, sus textos iban sobre educación, narcotráfico y corrupción.

Escribía una columna llamada El Portavoz y hubo un tiempo en que se lo podía leer online. Hoy puedes redactar su apellido en el buscador del diario El Mercurio y descubrir que no vas a descubrir nada. Que todo lo que alguna vez él dijo lo han quitado.

Sí hay dos fotografías. Un retrato muestra sus cejas espesas, el bigote grueso de charro, y los surcos marcados de sus cincuenta y cinco años. Es la típica fotografía que un periodista adjuntaría con un artículo. En la segunda imagen, sólo se observa su pecho maltratado y parte de su rostro. Está tumbado en una camilla, conectado a un respirador artificial. El 31 de agosto de 2004, martes, alguien lo encontró desnudo, sin documentos ni teléfono celular, y alertó a la policía. Francisco Arratia murió tres horas después de un paro cardiaco.

Arratia ni siquiera vivía de ser periodista. Era uno de esos padres de familia que deben hacer varias cosas para mantener a sus hijos. Él tenía cuatro. Trabajaba en la escuela técnica CBTIS 135 y administraba un negocio de importación de vehículos, Automotriz Amex, ubicado en la Avenida del Maestro. Uno de sus yernos recordaría que ese día Arratia discutió con dos hombres que llegaron al negocio en un automóvil rojo. Hubo gritos y ademanes. Eso ocurrió a las 1.30pm. Media hora después, cuando el periodista-profesor-negociante-padre-de-familia iba a casa, los mismos sujetos lo interceptaron y le hicieron todo lo que le hicieron.

Un mes después del crimen, alguien utilizó el desaparecido teléfono móvil de Arratia. Se hicieron tres llamadas. La policía localizó al autor el 24 de setiembre. Se llamaba Raúl Castelán Cruz -un ex militar que ahora formaba parte de los Zetas, ese grupo armado que trabaja para el Cártel del Golfo- y estaba armado como para asaltar un banco: una pistola Pietro Beretta con diez cartuchos y un rifle AR-15 con tres cargadores y 81 cartuchos.

Reconoció haber asesinado al periodista por encargo de sus patrones, que estaban enfadados por esos artículos que ahora no se pueden leer. Y es posible que esos patrones también se enfadaran por la detención de su sicario ya que el 1 de octubre el Jefe del Grupo Antisecuestros de Tamaulipas, Cuauhtémoc Vanoye, fue emboscado cuando llevaba a su hijo a la escuela y su vehículo recibió 28 balazos desde una camioneta. Algunos casquillos correspondían al rifle modelo AR-15. Esta relación causa-efecto la sugirieron unos policías que conversaron con el diario El Siglo de Torreón después del atentado. 

Hasta la fecha nadie más que Castelán ha sido detenido.

El Procurador General de Justicia del Estado, Ramón Durón Ruiz, aseguró sin mucho entusiasmo que las autoridades investigarían el asesinato de Arratia. “Es un trabajo difícil resolver este tipo de crimen”, explicó. Había periodistas críticos de la capacidad del Procurador y escribían artículos y publicaban historias. La mejor, quizá, ocurre cuatro años después cuando, ya fuera del cargo, Durón fue acusado de robo intelectual. Escribía una columna llamada El filósofo de Güémez donde publicaba como suyos los artículos de la escritora española Carmen Moreno.

A comienzos de 2007, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH] pidió información sobre el caso Arratia al Gobierno Mexicano. En el comunicado de respuesta, el Gobierno cuenta que dos personas estaban siendo procesadas por la muerte del periodista: Raúl Castelán Cruz, el ex militar capturado en setiembre de 2004, y otro sujeto que estaba prófugo. No se mencionan autores intelectuales en ese documento, aunque el Estado reconoce, según la CIDH, que “el homicidio posiblemente tuvo relación con la actividad periodística” de la víctima.

El cariño suele embellecer las biografías trágicas. Omar Esquivel, un estudiante de la escuela donde Arratia era profesor, habló con los periodistas después del crimen. “Lo respetábamos porque estaba allí para ayudarnos cuando teníamos cualquier tipo de problema”, dijo esa vez de su maestro. ¿Pero cómo era el otro Arratia, el periodista? ¿Era rabioso? ¿Era buen reportero? ¿Le enfadaba lo que el narco podía hacer con los niños, sus alumnos? ¿Escribía bien? ¿Era culto? ¿Citaba a los clásicos?

La internet no conserva ninguno de sus artículos, es cierto, pero después de días de búsqueda, uno se entera de cosas que quizá a él le habrían agradado. Como que dos de sus cuatro hijos -Marcela Alejandra y Ruth Franceli- ahora son maestros como él.

 

Información adicional

  • Autor/a: Marco Avilés
  • Bio autor/a: Periodista. Socio de la editorial y la revista Cometa en Perú.
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