Tú y yo coincidimos en la noche terrible

GUILLERMO LUNA VARELA

Guillermo Luna Varela: : una breve historia de amor con el periodismo

 

Guillermo Luna Varela tenía 18 años cuando se enamoró del periodismo.

Recién había terminado su carrera técnica como reparador de aires acondicionados y refrigeración, pero no sabía muy bien qué hacer con su vida. Así que mientras se decidía acompañaba a su tío, Gabriel Huge Córdova, un experimentado fotógrafo al que sus compañeros apodaban el Mariachi porque en sus inicios profesionales solía guardar su pesada y antigua cámara en un estuche de violín.

Ahí, subido en la moto, Guillermo recorrió las calles del puerto de Veracruz y cubrió choques, incendios, detenciones y asesinatos. La nota roja. Descubrió en su propio cuerpo la adrenalina que invade al autor de la mejor fotografía; la imagen exclusiva, la que se va a portada o la que se publica más grande. También convivió con los otros periodistas de nota roja, los que buscan el ángulo más preciso de la información, los que siempre tratan de escribir de la mejor manera posible, los mismos que a veces, por cubrir tantos crímenes, parecen tener la sangre más fría.

Guillermo sucumbió a la emoción. Supo entonces que había encontrado el oficio de su vida. Muy pronto aprendió las enseñanzas de su tío y hasta pensó en estudiar la carrera de periodismo en alguna universidad. Ya habrá tiempo, se decía confiando en que tendría vida de sobra para titularse. Mientras tanto, se fogueaba. Trabajó durante algunos meses en el periódico Notiver, pero luego se pasó a la agencia de fotografía Veracruznews y al Diario de Cardel; en algunas ocasiones, hasta se animó a redactar las notas, a ejercer el doble papel de fotógrafo-reportero.

Cada quincena, cuando cobraba, iba a visitar a su novia Tania a Xalapa. Con ella descansaba. Le contaba sus aventuras periodísticas y el miedo que empezaba a invadir a todos ante la desconocida y extrema violencia, cada vez más presente en el estado, en el país. Lo mismo le platicaba a su mamá, Mercedes Varela, con quien vivía desde que se había separado de su padre, cuando él apenas tenía 8 años. Pero el temor no era tan grande como para dejar un trabajo que lo hacía feliz y que, además, le permitía ser el principal sostén económico del hogar que ya también habitaba su hermana mayor, Isabel, quien había vuelto a casa junto con sus dos hijos pequeños después de separarse de su pareja.

Guillermo siguió trabajando y tratando de desestimar el miedo, mientras la guerra del presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico acumulaba víctimas por todos lados. Su tranquilidad cada vez más endeble terminó de desaparecer el 26 de julio de 2011, cuando mataron a la periodista Yolanda Ordaz, cuyo cuerpo fue degollado y tirado en Boca del Río, frente al periódico Imagen del Golfo y la estación de radio MVS . Era claro que ningún periodista estaba a salvo del crimen organizado ni de la impunidad judicial, así que el novel fotógrafo y su tío se refugiaron en Villahermosa, Tabasco. Se autoexiliaron. En diciembre, Guillermo extrañaba a su familia y volvió a Veracruz, creyendo que la situación en el puerto se había calmado.

Se equivocó.

El jueves 3 de mayo de 2012, el mero día de la Libertad de Prensa, los cuerpos de Guillermo, de su tío Gabriel, del fotógrafo Esteban Rodríguez y de una empleada administrativa del diario El Dictamen, Irasema Becerra, fueron encontrados en el Canal de la Zamorana, la zona de aguas negras de Veracruz. Estaban desmembrados, metidos en bolsas de plástico y con huellas de tortura. Así de cruda fue la descripción que Isabel escuchó en las noticias. Buscaba a su hermano desde el mediodía del miércoles, pero toda esperanza de encontrarlo vivo desapareció de un tajo. La noticia provocó en su mamá una depresión que no termina y que le impide comer. A su papá diabético le amputaron un tercer dedo, porque el estrés le disparó los niveles de azúcar y aceleró una incipiente gangrena.

A Guillermo y a su tío Gabriel los enterraron en el Panteón Municipal de Veracruz, un día después de haberlos encontrado, bajo los melancólicos acordes de un mariachi y con intermitentes aplausos. Hacía calor, y el féretro plateado del jovencito que apenas iba a cumplir 22 años en septiembre terminó cubierto por una lluvia de flores blancas y amarillas. Tania, su novia desde la adolescencia, le ofrendó cartas de amor eterno.

Información adicional

  • Autor/a: Cecilia González
  • Bio autor/a: Corresponsal mexicana en Argentina.

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