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¿De veras a alguien le importan las matazones?

Pero, ¿de veras los asesinatos de ayer, de anteayer, de hoy, de hace ratito, son tan perturbadores y nos quitan el sosiego? Digo, porque más allá de las declaraciones y las notas consternadas, no encuentro en el aparato estatal ni en los sectores sociales muestras verdaderas de poner diques a la cultura necrófila.

Sinaloa, hay que decirlo, tiene una característica triste: es una región que se ha acostumbrado a la violencia, que se amamanta del narco, y ello significa, en primer,  lugar que ha renunciado a la dignidad.

Una dignidad que se vence ante el imperio buchón; ese que incita, paga, consume, produce tóxicos, pule procedimientos, desarrolla métodos de mercadeo, sostiene inmensos aparatos dedicados a proteger, solapar y hacer ojo de hormiga a las autoridades, que  envilece empresarios que higienizan su dinero, que copta y prepara a sus sicarios, cada vez más jóvenes, bajo la vieja enseña de que el fin justifica los medios y que la única vía formal de movilidad social válida es adherirse a la costra del mundo narco.

Hace mucho empezó esta historia. Los narcos, parafraseando lo que el escritor  Fernando Vallejo dice de Colombia, se han parrandeado nuestro destino. Y Nosotros lo hemos permitido, nosotros les hemos dejado hacer, la culpa es también nuestra.

Sólo  hay dos posibilidades de resistir a los poderes del narco: la fuerza del Estado  y el carácter de la ciudadanía. Pero yo no veo ni una ni otra cosa.

Comprender que sin un Estado fuerte y  un cambio radical de actitud, que nos permita a cada ciudadano darnos cuenta de cuántas cosas esenciales hemos tolerado para que la hidra del narco crezca y se fortifique, y cuántas respuestas urgentes para el futuro se están esperando de las autoridades para empezar a resolver el  conflicto, no será posible superar esta larga historia de discordia y muerte.

Lo contrario es aceptar que cualquier buchón circule armado junto a la familia. La clamorosa estupidez de las policías y de los que mandan en este país, sumado a nuestra postración ante la cultura necrófila, a hecho que las calles sean tierra de nadie, que todos nos sintamos sentados sobre un polvorín.

El mal de Sinaloa es la incapacidad de reaccionar, la pérdida de la confianza, la pérdida de la esperanza, la abrumadora falta de carácter que hace que hayamos cometido el error de llegar a la sociedad que tenemos.

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