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 Por Lucía Melgar

 

LAlerta de Géneroa máquina feminicida, escribe Sergio González Rodríguez en The Femicide Machine,

“está compuesta de odio y violencia misógina, de machismo, poder y reafirmaciones patriarcales que se dan en los márgenes de la ley o dentro de una ley de complicidades entre criminales, policías, militares, funcionarios del gobierno, y ciudadanos que conforman una red de cuates a-legal. Por consiguiente, la máquina goza de la protección de individuos grupos e instituciones que a su vez ofrecen impunidad judicial y política, así como supremacía por encima del Estado y de la ley” (González Rodríguez, 2012:11, traducción mía).

Esta maquinaria, explica el autor de Huesos en el desierto (2002) ejerce su poder sobre las instituciones mediante la acción directa, la intimidación , la inercia y la indiferencia. Su funcionamiento, añade, va acompañado de un velo de impunidad.

Estas reflexiones derivadas del análisis del feminicidio en Ciudad Juárez nos permiten entender la violencia feminicida, no sólo su manifestación extrema: el feminicidio, como un proceso de destrucción tolerado o negado por las autoridades y también alimentado por ellas. Nos permite ver asimismo algunas de las conexiones entre gobierno y sociedad que hacen posible o facilitan el funcionamiento de esta máquina y cuestionar las interpretaciones de la violencia extrema, en este caso contra las mujeres, como un fenómeno aislado, coyuntural, o sólo derivado de dislocaciones al interior de las familias o de ciertas comunidades.

 

La violencia contra las mujeres en México es una violencia estructural, muchas veces institucional e institucionalizada. Forma parte del paisaje. De un paisaje siniestro, sin duda, hoy poblado de fosas clandestinas y agujereado de ausencias: las de los desaparecidos de los que muchos hablan,  de las desaparecidas – de las que no se habla lo suficiente-,  de las asesinadas con violencia y saña.  Formar parte del paisaje implica en más de un sentido una normalización y naturalización que, lejos de corresponder sólo a una extraña  indiferencia social, se deriva de una misoginia persistente y también normalizada y del funcionamiento de lo que podríamos llamar no sólo un “velo” sino una maquinaria de impunidad.

Recordemos, por sólo dar un ejemplo, que veinte años de documentación del feminicidio en Ciudad Juárez no han bastado para modificar ni la realidad ni la visión de las autoridades al respecto. O pensemos en el caso del Estado de México, donde el ocultamiento y la negación de una realidad aun más terrible, documentada por ejemplo por Humberto Padgett en Las muertas del Estado (2014), han sido constantes y sistemáticos por parte de políticos y encargados de la justicia.  De eso no se habla, dirían, porque no nos interesa, no existe, o, mejor, es producto de la violencia familiar o de la “ruptura del tejido social”, ese término que parece servir para todo, incluso para responsabilizar  a las comunidades de la violencia que padecen.

 

En el contexto actual, las palabras suenan huecas, se han vaciado de sentido, como también ha señalado Sabina Berman, quien plantea la necesidad de tener como comunidad un lenguaje común, alguna narrativa que abra posibilidades de  futuro.  Las palabras se han vaciado a fuerza de manipulación y mentira. Aun así, no podemos dejar de pronunciar, para resignificarlas, “Estado de derecho”, “justicia”, “impunidad”.

La palabra impunidad está hoy en boca de todos: la impunidad de la violencia del crimen organizado, de las violaciones de derechos humanos  por parte de las fuerzas armadas y del orden, de los delincuentes de cuello blanco.  Hablemos también de la impunidad de la violencia feminicida; no sólo la del feminicidio, también la impunidad de las violaciones, la trata de personas, del abuso sexual de niñas y niños. Esa impunidad no es sólo un agravio a lo que se supone debe ser el “estado de derecho” o el “imperio de la ley”; es un agravio, otra forma de violencia, contra la sociedad, contra el presente y el futuro de millones de personas, mujeres principalmente pero también hombres. En efecto, el asesinato , la violación, atentan contra las mujeres directamente pero impactan también a la familia, a la comunidad y, a  la larga afectarán a las futuras generaciones.

Por impunidad me refiero a la falta de castigo por crímenes que están definidos en códigos y leyes que no se aplican. La omisión, indiferencia o colusión que deja sin castigo el feminicidio, la trata, la violación o formas  agudas de violencia obstétrica, constituye una de las caras de la maquinaria de impunidad.

Como han explicado expertos en el tema, como Carlos Martín Beristain en el marco de  violaciones graves de derechos humanos, la impunidad también se da como impunidad política, moral,  histórica; y todas ellas tienen graves repercusiones en la sociedad. Brevemente: según  explicara Beristain, hoy integrante del grupo interdisciplinario designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para investigar la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, la impunidad jurídica implica la falta de investigación y sanción, la ausencia de acceso a la justicia y la no reparación del daño.  A ella se añade la impunidad política que en posdictadura permite que represores conocidos sean nombrados en puestos públicos. Otra faceta es la impunidad moral, que  busca justificar la violencia culpando por ejemplo a las víctimas. Por último, la impunidad histórica se da como creación de un relato mentiroso que se transmite como verdad.[i]

Si pensamos no en las dictaduras sino en el caso de México y del feminicidio, es evidente que estas formas de impunidad están presentes  aquí desde hace décadas y han ido corroyendo la convivencia social.  Por sólo dar algunos ejemplos preguntemos: ¿dónde están los funcionarios de Chihuahua o del Estado de México que permitieron o propiciaron la  impunidad del feminicidio? ¿Cuántos funcionarios  acusados de corrupción o colusión con el crimen organizado, o de otros delitos graves, han seguido ascendentes carreras políticas? ¿Cómo se explicaron las masacres de jóvenes en el sexenio de Calderón o los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en los años 90? La sospecha y las acusaciones contra las víctimas eran consuetudinarias. ¿Qué ha dicho el Estado mexicano en sus reportes periódicos ante la ONU o el comité de la CEDAW? ¿Qué significa decir que el feminicidio de Ciudad Juárez es “un mito” (como afirmara un funcionario de la PGR en 2004 ) o que la preocupación de feministas y organizaciones por la violencia feminicida en Colima, Chihuahua, Chiapas, el Estado de México, Guanajuato, Morelos, Michoacán, Nuevo León es una exageración, como algunos sugieren ahora? ¿Qué implica que un gobernador asegure que “no habrá alerta de violencia de género” en su estado, apenas solicitada la investigación de ésta  (en Michoacán) o que otro afirme que el aumento vertiginoso de la violencia  feminicida en el suyo “no afecta la paz social” (en Chiapas)? Qué narrativas nos están planteando?

Las consecuencias de la impunidad, que los expertos también refieren, están a la vista. La impunidad jurídica mina el sentido de la ley y contribuye a crear miedo y terror: ¿quién está a salvo de la violencia si la ley no se aplica? ¿qué significado pueden tener en ese contexto la palabra “derecho” o la palabra “justicia”? La impunidad moral ha contribuido a diseminar la sospecha y la desconfianza. Si “algo debió hacer” quien fue asesinada o quien fue desaparecido, no podemos confiar en nadie. A la vez, sabiendo que esas sospechas son producto de la narrativa estatal y mediática  o de rumores sociales, tenemos que preguntarnos si nosotros estamos a salvo de sospechas  y de violencia. La impunidad histórica es la que hasta ahora ha prevalecido en los discursos oficiales acerca de hechos atroces como los de Aguas Blancas, Atenco, San Fernando, Cd. Allende, Tlatlaya- ya como silencio, ya como versión elusiva del horror y de las responsabilidades oficiales y sociales. Es la que hoy se cuestiona para el caso de Iguala.

 

La maquinaria de la impunidad en todas sus facetas va de la mano con una política de simulación, mal que podríamos rastrear hasta la Colonia con su “obedézcase pero no se cumpla” pero que se actualiza en el diario actuar de miles de funcionarios y funcionarias. La simulación está en la brecha entre ley y práctica judicial, en los discursos que repiten lo que dicen los funcionarios sin cuestionar la base de sus dichos,  en la adopción del discurso de derechos humanos por parte de quienes ni los respetan ni los garantizan.

La simulación es evidente en el Sistema Nacional de  Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres y en la falta de aplicación congruente de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV). Pese a ser una figura innovadora, la “alerta de violencia de género”, definida en ésta como “conjunto de acciones gubernamentales de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida en un territorio determinado, ya sea ejercida por individuos o por la propia comunidad” (art. 22), ha quedado hasta ahora como una expresión hueca más. Aunque desde 2008 se ha buscado ponerla en práctica para enfrentar graves problemas de violencia contra las mujeres, hasta la fecha no se ha declarado una sola en ningún estado. Y eso que  en 7 años se ha solicitado 11 veces , 3 de ellas para el estado de Guanajuato.

En un primer momento, el sistema mismo impidió la aplicación de la LGAMVLV porque las autoridades eran único juez y parte y porque el Reglamento de 2011 de esta ley impedía que se activara el procedimiento. La impostura era tal que, bajo presión de la sociedad y  atendiendo a una recomendación del Comité que da seguimiento a la CEDAW, ese reglamento se modificó en 2013 y 2014 de modo que la sociedad, a través de la academia, participara en los “grupos de trabajo para la investigación de la procedencia de  la declaratoria de alerta de violencia de género”. Sin embargo, quedaron como juez y parte representantes de CONAVIM e INMUJERES (es decir, SEGOB).

El hecho es que, aun con un reglamento mejorado, la declaración de la alerta de género en algún estado está más sujeta a la voluntad y casi terquedad de los grupos de trabajo encargados de evaluarla que a la evidencia de los hechos concretos  documentados por las OSCs en sus solicitudes. De ahí al parecer que las funcionarias hayan optado en meses recientes por manipular la conformación de esos grupos de trabajo, nombrando académicos ad hoc en vez de hacer una convocatoria pública y abierta, sin  tomar en cuenta siquiera su capacidad y respetabilidad para ese encargo. ¿De qué se trata?

Se trata, me parece, de simular que se sigue el nuevo reglamento, sin perder el control sobre el proceso y de impedir que gente especialista en violencia de género y comprometida en la defensa de los derechos humanos de las mujeres (como el comité académico para Guanajuato) participe en los grupos de trabajo. En este sentido urge preguntar cuál es el código de ética de la academia, o más bien, ya que ésta no es o no puede ser ajena al sistema en que estamos inscritos, ¿cómo podemos evitar una contaminación de la academia por la política de simulación? o ¿cómo preservar un código ético mínimo que garantice una participación  útil y comprometida de la academia en este trabajo de interés público?

Hasta ahora, el Sistema Nacional contra la violencia no ha cumplido ni con trazar una política integral contra la violencia de género ni con usar los instrumentos a su alcance para prevenir y sancionar la violencia feminicida. Así, por ejemplo, las peticiones para el Estado de México y Chiapas, por feminicidio, y de Nuevo León, por feminicidio y desapariciones, tuvieron que judicializarse ya que el sistema (conforme al reglamento anterior) las había desechado, sin siquiera leer la solicitud en el último caso.  Se tuvo que llegar al grado de que un mandato judicial por resolución de amparo obligara a las integrantes del sistema a sesionar para que recibieran la petición de Nuevo León, que habían rechazado sin más en 2012. ¿Qué hace falta para que funcionarias cumplan con sus obligaciones o, si no están dispuestas a hacerlo, dejen sus cargos?

 

Hoy, están en proceso de resolución 7 peticiones de alerta  de violencia de género. Colima llama la atención porque ahí la Comisión de Derechos Humanos estatal apoyó la solicitud presentada por varias organizaciones. En la mayoría de los estados en cambio son  sólo OSCs las que se han empeñado en hacer valer la letra de la Ley: las Libres en  Guanajuato presentaron su petición por segunda vez en 2014; en Nuevo León y el Estado de México Arthemisas por la Igualdad y el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) respectivamente han sido decisivos; en Morelos la CIDH con décadas de trabajo en la entidad, ha sido clave; en Michoacán la presentaron Humanas A.C. . Es evidente entonces que, pese a décadas de discurso que minimiza el problema, la sociedad civil sí está consciente de la gravedad de la violencia que enfrentan las mujeres y sí hay gente dispuesta a dedicar tiempo y energía para encontrar soluciones. La paradoja es que las autoridades cuya función es ésta no favorezcan la acción ciudadana.

En febrero, la evaluación de la alerta de violencia de género para el estado de Guanajuato entró en su fase final y puede culminar en la declaración de alerta de violencia de género por incumplimiento de las recomendaciones que hiciera el Grupo de trabajo hace seis meses. Habrá que ver si la Secretaría de Gobernación cumple a la brevedad con la función de declararla una vez que reciba el dictamen del grupo de trabajo  (probablemente a favor de la alerta) o lo dejará en el cajón hasta que pasen las elecciones o más tarde, dado que el reglamento no determina ningún plazo para declarar la alerta una vez recibido el dictamen en ese sentido. En Morelos, según apuntan hasta ahora las OSC que conocen el caso, también es probable que se deba declarar la alerta por incumplimiento de las recomendaciones.

En los demás estados, el proceso apenas se ha iniciado o retomado. Para el Estado de México, Chiapas y Nuevo León  se ha reiniciado y ha de seguir el viejo reglamento, lo que supone más obstáculos. En cambio  la violencia feminicida en Colima y Michoacán será evaluada por grupos de trabajo con cuatro integrantes de la academia y representantes gubernamentales.  Si, como se ha solicitado, todos los comités se conforman con especialistas en violencia y género, de trayectoria intachable, tal vez se logre implementar una política pública que en vez de simular  sirva para prevenir, atender, sancionar, y erradicar la violencia contra las mujeres, que es el objetivo del mecanismo de las alertas de violencia de género.

 

¿Por qué reivindicar este mecanismo en un marco de simulación e impunidad? Porque, como han documentado las solicitantes de la alerta, urge tomar medidas para detener el feminicidio y las desapariciones de niñas y mujeres en el país, y en esos estados en particular. Hablamos de más de 500 mujeres asesinadas en 2013-2014 y miles en los años anteriores  y de 400 niñas y jóvenes desaparecidas en 2014 en el Estado de México, entidad donde desaparecen de dos a tres niñas al día, en un flujo incontenible, según expusiera María de la Luz Estrada, coordinadora del OCNF en febrero pasado[ii]. Hablamos de 82 asesinatos de mujeres por razones de género en Guanajuato de enero de 2013 a marzo de 2014; de cientos de desaparecidas entre 2010 y 2011 y de un  aumento de 689% de los asesinatos de mujeres en 11 años en Nuevo León; de  feminicidio en Morelos, Colima, Michoacán y Chiapas, además de incontables (por falta de denuncia) violaciones y  de centenares de  personas desplazadas por la violencia en Michoacán y Chiapas. Y esto sin incluir las vejaciones cotidianas que se derivan de la violencia institucional, del acoso laboral y escolar, y sin contar estados donde  todavía no se solicita la alerta de violencia de género como Tlaxcala donde, según expusiera el Centro Fray Julián Garcés ante el Tribunal Permanente de los Pueblos - Capítulo México en agosto de 2014, la trata de personas está institucionalizada.

Si estos pocos y fríos datos de la violencia feminicida no bastan, cabe argumentar que el sistema nacional para la prevención y sanción de la violencia contra las mujeres le ha costado millones de pesos a la ciudadanía y ha servido hasta ahora para justificar los “avances” de México en la materia ante la ONU y el Comité CEDAW pero poco más. Por ejemplo, no existe una base de datos confiable por estado ni hay una política nacional de género y prevención de la violencia contra las mujeres, como pueden documentarlo las organizaciones que han tenido que llevar a cabo sus propias investigaciones para solicitar las alertas. Si la hubiera, las propias instancias gubernamentales podrían hacer sus recomendaciones a los estados donde la violencia contra las mujeres enciende focos rojos. 

En última instancia, cabe demandar la aplicación transparente e imparcial del  mecanismo de la alerta de violencia de género en tanto herramienta de política pública, creada por el propio Estado, a través del Congreso, porque idealmente aprovecha el interés y la participación de la sociedad civil organizada y en principio favorece soluciones administrativas, educativas, para prevenir, atender y sancionar la violencia contra mujeres y niñas. Si el propio estado rechaza los mecanismos que ha creado y si las instancias gubernamentales encargadas de la política de género vacían la ley de sentido, llegará el momento de declarar la alerta de violencia de género ciudadana y de exigir la desaparición de instancias tan huecas como el discurso oficial por la igualdad o los moños anaranjados  del 25 de noviembre.

 



[i] Retomo estas ideas de la exposición de Beristain en el  “Seminario Internacional sobre combate a la impunidad por violaciones graves a los derechos humanos”, organizado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos,  en enero 2015.

 

[ii] Este y otros datos se expusieron en el Foro “Violencia  Feminicida y Alertas de Violencia de Género”, llevado a cabo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 4 de febrero 2015.

 

Referencias

Berman, Sabina (2015). “El futuro ha muerto”. Proceso, 1 febrero 2015.

González Rodríguez, Sergio. (2002). Huesos en el desierto. Barcelona, Anagrama.

---- (2012). The Femicide Machine . Cambridge, USA: MIT- Press. Semiotext(e) Intervention Series 11.

Padgett, Humberto y Eduardo Loza. (2014). Las muertas del estado. México, Grijalbo, 2014

La máquina feminicida, escribe Sergio González Rodríguez en The Femicide Machine,“está compuesta de odio y violencia misógina, de machismo, poder y reafirmaciones patriarcales que se dan en los márgenes de la ley o dentro de una ley de complicidades entre criminales, policías, militares, funcionarios del gobierno, y ciudadanos que conforman una red de cuates a-legal. Por consiguiente, la máquina goza de la protección de individuos grupos e instituciones que a su vez ofrecen impunidad judicial y política, así como supremacía por encima del Estado y de la ley” (González Rodríguez, 2012:11, traducción mía).

Esta maquinaria, explica el autor de Huesos en el desierto (2002) ejerce su poder sobre las instituciones mediante la acción directa, la intimidación , la inercia y la indiferencia. Su funcionamiento, añade, va acompañado de un velo de impunidad.

Estas reflexiones derivadas del análisis del feminicidio en Ciudad Juárez nos permiten entender la violencia feminicida, no sólo su manifestación extrema: el feminicidio, como un proceso de destrucción tolerado o negado por las autoridades y también alimentado por ellas. Nos permite ver asimismo algunas de las conexiones entre gobierno y sociedad que hacen posible o facilitan el funcionamiento de esta máquina y cuestionar las interpretaciones de la violencia extrema, en este caso contra las mujeres, como un fenómeno aislado, coyuntural, o sólo derivado de dislocaciones al interior de las familias o de ciertas comunidades.

La violencia contra las mujeres en México es una violencia estructural, muchas veces institucional e institucionalizada. Forma parte del paisaje. De un paisaje siniestro, sin duda, hoy poblado de fosas clandestinas y agujereado de ausencias: las de los desaparecidos de los que muchos hablan,  de las desaparecidas – de las que no se habla lo suficiente-,  de las asesinadas con violencia y saña.  Formar parte del paisaje implica en más de un sentido una normalización y naturalización que, lejos de corresponder sólo a una extraña  indiferencia social, se deriva de una misoginia persistente y también normalizada y del funcionamiento de lo que podríamos llamar no sólo un “velo” sino una maquinaria de impunidad.

Recordemos, por sólo dar un ejemplo, que veinte años de documentación del feminicidio en Ciudad Juárez no han bastado para modificar ni la realidad ni la visión de las autoridades al respecto. O pensemos en el caso del Estado de México, donde el ocultamiento y la negación de una realidad aun más terrible, documentada por ejemplo por Humberto Padgett en Las muertas del Estado (2014), han sido constantes y sistemáticos por parte de políticos y encargados de la justicia.  De eso no se habla, dirían, porque no nos interesa, no existe, o, mejor, es producto de la violencia familiar o de la “ruptura del tejido social”, ese término que parece servir para todo, incluso para responsabilizar  a las comunidades de la violencia que padecen.

En el contexto actual, las palabras suenan huecas, se han vaciado de sentido, como también ha señalado Sabina Berman, quien plantea la necesidad de tener como comunidad un lenguaje común, alguna narrativa que abra posibilidades de  futuro.  Las palabras se han vaciado a fuerza de manipulación y mentira. Aun así, no podemos dejar de pronunciar, para resignificarlas, “Estado de derecho”, “justicia”, “impunidad”.

La palabra impunidad está hoy en boca de todos: la impunidad de la violencia del crimen organizado, de las violaciones de derechos humanos  por parte de las fuerzas armadas y del orden, de los delincuentes de cuello blanco.  Hablemos también de la impunidad de la violencia feminicida; no sólo la del feminicidio, también la impunidad de las violaciones, la trata de personas, del abuso sexual de niñas y niños. Esa impunidad no es sólo un agravio a lo que se supone debe ser el “estado de derecho” o el “imperio de la ley”; es un agravio, otra forma de violencia, contra la sociedad, contra el presente y el futuro de millones de personas, mujeres principalmente pero también hombres. En efecto, el asesinato , la violación, atentan contra las mujeres directamente pero impactan también a la familia, a la comunidad y, a  la larga afectarán a las futuras generaciones.

Por impunidad me refiero a la falta de castigo por crímenes que están definidos en códigos y leyes que no se aplican. La omisión, indiferencia o colusión que deja sin castigo el feminicidio, la trata, la violación o formas  agudas de violencia obstétrica, constituye una de las caras de la maquinaria de impunidad.

Como han explicado expertos en el tema, como Carlos Martín Beristain en el marco de  violaciones graves de derechos humanos, la impunidad también se da como impunidad política, moral,  histórica; y todas ellas tienen graves repercusiones en la sociedad. Brevemente: según  explicara Beristain, hoy integrante del grupo interdisciplinario designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para investigar la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, la impunidad jurídica implica la falta de investigación y sanción, la ausencia de acceso a la justicia y la no reparación del daño.  A ella se añade la impunidad política que en posdictadura permite que represores conocidos sean nombrados en puestos públicos. Otra faceta es la impunidad moral, que  busca justificar la violencia culpando por ejemplo a las víctimas. Por último, la impunidad histórica se da como creación de un relato mentiroso que se transmite como verdad.[i]

Si pensamos no en las dictaduras sino en el caso de México y del feminicidio, es evidente que estas formas de impunidad están presentes  aquí desde hace décadas y han ido corroyendo la convivencia social.  Por sólo dar algunos ejemplos preguntemos: ¿dónde están los funcionarios de Chihuahua o del Estado de México que permitieron o propiciaron la  impunidad del feminicidio? ¿Cuántos funcionarios  acusados de corrupción o colusión con el crimen organizado, o de otros delitos graves, han seguido ascendentes carreras políticas? ¿Cómo se explicaron las masacres de jóvenes en el sexenio de Calderón o los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en los años 90? La sospecha y las acusaciones contra las víctimas eran consuetudinarias. ¿Qué ha dicho el Estado mexicano en sus reportes periódicos ante la ONU o el comité de la CEDAW? ¿Qué significa decir que el feminicidio de Ciudad Juárez es “un mito” (como afirmara un funcionario de la PGR en 2004 ) o que la preocupación de feministas y organizaciones por la violencia feminicida en Colima, Chihuahua, Chiapas, el Estado de México, Guanajuato, Morelos, Michoacán, Nuevo León es una exageración, como algunos sugieren ahora? ¿Qué implica que un gobernador asegure que “no habrá alerta de violencia de género” en su estado, apenas solicitada la investigación de ésta  (en Michoacán) o que otro afirme que el aumento vertiginoso de la violencia  feminicida en el suyo “no afecta la paz social” (en Chiapas)? Qué narrativas nos están planteando?

Las consecuencias de la impunidad, que los expertos también refieren, están a la vista. La impunidad jurídica mina el sentido de la ley y contribuye a crear miedo y terror: ¿quién está a salvo de la violencia si la ley no se aplica? ¿qué significado pueden tener en ese contexto la palabra “derecho” o la palabra “justicia”? La impunidad moral ha contribuido a diseminar la sospecha y la desconfianza. Si “algo debió hacer” quien fue asesinada o quien fue desaparecido, no podemos confiar en nadie. A la vez, sabiendo que esas sospechas son producto de la narrativa estatal y mediática  o de rumores sociales, tenemos que preguntarnos si nosotros estamos a salvo de sospechas  y de violencia. La impunidad histórica es la que hasta ahora ha prevalecido en los discursos oficiales acerca de hechos atroces como los de Aguas Blancas, Atenco, San Fernando, Cd. Allende, Tlatlaya- ya como silencio, ya como versión elusiva del horror y de las responsabilidades oficiales y sociales. Es la que hoy se cuestiona para el caso de Iguala.

 

La maquinaria de la impunidad en todas sus facetas va de la mano con una política de simulación, mal que podríamos rastrear hasta la Colonia con su “obedézcase pero no se cumpla” pero que se actualiza en el diario actuar de miles de funcionarios y funcionarias. La simulación está en la brecha entre ley y práctica judicial, en los discursos que repiten lo que dicen los funcionarios sin cuestionar la base de sus dichos,  en la adopción del discurso de derechos humanos por parte de quienes ni los respetan ni los garantizan.

La simulación es evidente en el Sistema Nacional de  Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres y en la falta de aplicación congruente de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV). Pese a ser una figura innovadora, la “alerta de violencia de género”, definida en ésta como “conjunto de acciones gubernamentales de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida en un territorio determinado, ya sea ejercida por individuos o por la propia comunidad” (art. 22), ha quedado hasta ahora como una expresión hueca más. Aunque desde 2008 se ha buscado ponerla en práctica para enfrentar graves problemas de violencia contra las mujeres, hasta la fecha no se ha declarado una sola en ningún estado. Y eso que  en 7 años se ha solicitado 11 veces , 3 de ellas para el estado de Guanajuato.

En un primer momento, el sistema mismo impidió la aplicación de la LGAMVLV porque las autoridades eran único juez y parte y porque el Reglamento de 2011 de esta ley impedía que se activara el procedimiento. La impostura era tal que, bajo presión de la sociedad y  atendiendo a una recomendación del Comité que da seguimiento a la CEDAW, ese reglamento se modificó en 2013 y 2014 de modo que la sociedad, a través de la academia, participara en los “grupos de trabajo para la investigación de la procedencia de  la declaratoria de alerta de violencia de género”. Sin embargo, quedaron como juez y parte representantes de CONAVIM e INMUJERES (es decir, SEGOB).

El hecho es que, aun con un reglamento mejorado, la declaración de la alerta de género en algún estado está más sujeta a la voluntad y casi terquedad de los grupos de trabajo encargados de evaluarla que a la evidencia de los hechos concretos  documentados por las OSCs en sus solicitudes. De ahí al parecer que las funcionarias hayan optado en meses recientes por manipular la conformación de esos grupos de trabajo, nombrando académicos ad hoc en vez de hacer una convocatoria pública y abierta, sin  tomar en cuenta siquiera su capacidad y respetabilidad para ese encargo. ¿De qué se trata?

Se trata, me parece, de simular que se sigue el nuevo reglamento, sin perder el control sobre el proceso y de impedir que gente especialista en violencia de género y comprometida en la defensa de los derechos humanos de las mujeres (como el comité académico para Guanajuato) participe en los grupos de trabajo. En este sentido urge preguntar cuál es el código de ética de la academia, o más bien, ya que ésta no es o no puede ser ajena al sistema en que estamos inscritos, ¿cómo podemos evitar una contaminación de la academia por la política de simulación? o ¿cómo preservar un código ético mínimo que garantice una participación  útil y comprometida de la academia en este trabajo de interés público?

Hasta ahora, el Sistema Nacional contra la violencia no ha cumplido ni con trazar una política integral contra la violencia de género ni con usar los instrumentos a su alcance para prevenir y sancionar la violencia feminicida. Así, por ejemplo, las peticiones para el Estado de México y Chiapas, por feminicidio, y de Nuevo León, por feminicidio y desapariciones, tuvieron que judicializarse ya que el sistema (conforme al reglamento anterior) las había desechado, sin siquiera leer la solicitud en el último caso.  Se tuvo que llegar al grado de que un mandato judicial por resolución de amparo obligara a las integrantes del sistema a sesionar para que recibieran la petición de Nuevo León, que habían rechazado sin más en 2012. ¿Qué hace falta para que funcionarias cumplan con sus obligaciones o, si no están dispuestas a hacerlo, dejen sus cargos?

 

Hoy, están en proceso de resolución 7 peticiones de alerta  de violencia de género. Colima llama la atención porque ahí la Comisión de Derechos Humanos estatal apoyó la solicitud presentada por varias organizaciones. En la mayoría de los estados en cambio son  sólo OSCs las que se han empeñado en hacer valer la letra de la Ley: las Libres en  Guanajuato presentaron su petición por segunda vez en 2014; en Nuevo León y el Estado de México Arthemisas por la Igualdad y el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) respectivamente han sido decisivos; en Morelos la CIDH con décadas de trabajo en la entidad, ha sido clave; en Michoacán la presentaron Humanas A.C. . Es evidente entonces que, pese a décadas de discurso que minimiza el problema, la sociedad civil sí está consciente de la gravedad de la violencia que enfrentan las mujeres y sí hay gente dispuesta a dedicar tiempo y energía para encontrar soluciones. La paradoja es que las autoridades cuya función es ésta no favorezcan la acción ciudadana.

En febrero, la evaluación de la alerta de violencia de género para el estado de Guanajuato entró en su fase final y puede culminar en la declaración de alerta de violencia de género por incumplimiento de las recomendaciones que hiciera el Grupo de trabajo hace seis meses. Habrá que ver si la Secretaría de Gobernación cumple a la brevedad con la función de declararla una vez que reciba el dictamen del grupo de trabajo  (probablemente a favor de la alerta) o lo dejará en el cajón hasta que pasen las elecciones o más tarde, dado que el reglamento no determina ningún plazo para declarar la alerta una vez recibido el dictamen en ese sentido. En Morelos, según apuntan hasta ahora las OSC que conocen el caso, también es probable que se deba declarar la alerta por incumplimiento de las recomendaciones.

En los demás estados, el proceso apenas se ha iniciado o retomado. Para el Estado de México, Chiapas y Nuevo León  se ha reiniciado y ha de seguir el viejo reglamento, lo que supone más obstáculos. En cambio  la violencia feminicida en Colima y Michoacán será evaluada por grupos de trabajo con cuatro integrantes de la academia y representantes gubernamentales.  Si, como se ha solicitado, todos los comités se conforman con especialistas en violencia y género, de trayectoria intachable, tal vez se logre implementar una política pública que en vez de simular  sirva para prevenir, atender, sancionar, y erradicar la violencia contra las mujeres, que es el objetivo del mecanismo de las alertas de violencia de género.

 

¿Por qué reivindicar este mecanismo en un marco de simulación e impunidad? Porque, como han documentado las solicitantes de la alerta, urge tomar medidas para detener el feminicidio y las desapariciones de niñas y mujeres en el país, y en esos estados en particular. Hablamos de más de 500 mujeres asesinadas en 2013-2014 y miles en los años anteriores  y de 400 niñas y jóvenes desaparecidas en 2014 en el Estado de México, entidad donde desaparecen de dos a tres niñas al día, en un flujo incontenible, según expusiera María de la Luz Estrada, coordinadora del OCNF en febrero pasado[ii]. Hablamos de 82 asesinatos de mujeres por razones de género en Guanajuato de enero de 2013 a marzo de 2014; de cientos de desaparecidas entre 2010 y 2011 y de un  aumento de 689% de los asesinatos de mujeres en 11 años en Nuevo León; de  feminicidio en Morelos, Colima, Michoacán y Chiapas, además de incontables (por falta de denuncia) violaciones y  de centenares de  personas desplazadas por la violencia en Michoacán y Chiapas. Y esto sin incluir las vejaciones cotidianas que se derivan de la violencia institucional, del acoso laboral y escolar, y sin contar estados donde  todavía no se solicita la alerta de violencia de género como Tlaxcala donde, según expusiera el Centro Fray Julián Garcés ante el Tribunal Permanente de los Pueblos - Capítulo México en agosto de 2014, la trata de personas está institucionalizada.

Si estos pocos y fríos datos de la violencia feminicida no bastan, cabe argumentar que el sistema nacional para la prevención y sanción de la violencia contra las mujeres le ha costado millones de pesos a la ciudadanía y ha servido hasta ahora para justificar los “avances” de México en la materia ante la ONU y el Comité CEDAW pero poco más. Por ejemplo, no existe una base de datos confiable por estado ni hay una política nacional de género y prevención de la violencia contra las mujeres, como pueden documentarlo las organizaciones que han tenido que llevar a cabo sus propias investigaciones para solicitar las alertas. Si la hubiera, las propias instancias gubernamentales podrían hacer sus recomendaciones a los estados donde la violencia contra las mujeres enciende focos rojos. 

En última instancia, cabe demandar la aplicación transparente e imparcial del  mecanismo de la alerta de violencia de género en tanto herramienta de política pública, creada por el propio Estado, a través del Congreso, porque idealmente aprovecha el interés y la participación de la sociedad civil organizada y en principio favorece soluciones administrativas, educativas, para prevenir, atender y sancionar la violencia contra mujeres y niñas. Si el propio estado rechaza los mecanismos que ha creado y si las instancias gubernamentales encargadas de la política de género vacían la ley de sentido, llegará el momento de declarar la alerta de violencia de género ciudadana y de exigir la desaparición de instancias tan huecas como el discurso oficial por la igualdad o los moños anaranjados  del 25 de noviembre.

 



[i] Retomo estas ideas de la exposición de Beristain en el  “Seminario Internacional sobre combate a la impunidad por violaciones graves a los derechos humanos”, organizado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos,  en enero 2015.

 

[ii] Este y otros datos se expusieron en el Foro “Violencia  Feminicida y Alertas de Violencia de Género”, llevado a cabo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 4 de febrero 2015.

 

Referencias

Berman, Sabina (2015). “El futuro ha muerto”. Proceso, 1 febrero 2015.

González Rodríguez, Sergio. (2002). Huesos en el desierto. Barcelona, Anagrama.

---- (2012). The Femicide Machine . Cambridge, USA: MIT- Press. Semiotext(e) Intervention Series 11.

Padgett, Humberto y Eduardo Loza. (2014). Las muertas del estado. México, Grijalbo, 2014

 

 

 

 

"Mexico’s city of dogs" is a piece written by Michelle Garcia and Ignacio Alvarado for Al Jazeera America.  It takes on the meaning the high population of stray dogs might harbor in Ciudad Juarez, whose social fabric has been notably shredded after being the training field for the military offensive President Felipe Calderon launched against the cartels in 2006.  What surfaces in the inquiry into the roaming of these abandoned dogs are the city’s shattered hopes from its former vocation as a buoyant manufacturing center.

 

The work of both journalists has been shedding light the intricacies of the way the war against organized crime in Mexico.  They both stress, individually, that the conflict has been constructed upon the persistent idea that the enemy is extremely fierce, while ignoring the deeper social, geo political, and financial implications. 

 

Militarization of several parts of Mexico, with the support of United States' funded Plan Merida, has been sustained upon the prevalence of the convenient popular belief that there is a strong and untamable adversary that needs to be crushed no matter what.   Given that this is the focus of discussion, street dogs seem to be the least urgent topic on a citizens’ or government’s agenda.  However, there is much that can be said about the persistence of their wandering.  As government and financial priorities shift, the bond of non-human animals and canines seems to wilt.  This seems to reflect the way Juarez’s inhabitants have turned away from each other too.

 

Photographs by Julian Cardona complete the narrative of the piece.  In the end it is a question of “what to do” with these dogs.  Dogs are the ones that smell death, find homes in the abandoned corners of failed residential complexes like Riberas del Bravo and all of Nuevo Juarez, and are the targets of brutal violence that has gone viral on Youtube.  Many of them are sacrificed in rabies control centers. Cadavers of dogs are even piled alongside garbage with bulldozers and used to power street lamps, as they also produce methane gas.

 

An extraordinary story, both for its capacity to delve into the complexity of the conflict and its narrative technique, “Mexico’s city of dogs” is an example of how to shine forth the often forgotten aspects of the war by conferring dignity to those who suffer the most.

 

The prior and future work of these three journalists ought to be followed closely.

 

The piece:

http://america.aljazeera.com/articles/2013/9/4/city-of-dogs.html

 

 

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