A+ A A-

 Por Lucía Melgar

 

LAlerta de Géneroa máquina feminicida, escribe Sergio González Rodríguez en The Femicide Machine,

“está compuesta de odio y violencia misógina, de machismo, poder y reafirmaciones patriarcales que se dan en los márgenes de la ley o dentro de una ley de complicidades entre criminales, policías, militares, funcionarios del gobierno, y ciudadanos que conforman una red de cuates a-legal. Por consiguiente, la máquina goza de la protección de individuos grupos e instituciones que a su vez ofrecen impunidad judicial y política, así como supremacía por encima del Estado y de la ley” (González Rodríguez, 2012:11, traducción mía).

Esta maquinaria, explica el autor de Huesos en el desierto (2002) ejerce su poder sobre las instituciones mediante la acción directa, la intimidación , la inercia y la indiferencia. Su funcionamiento, añade, va acompañado de un velo de impunidad.

Estas reflexiones derivadas del análisis del feminicidio en Ciudad Juárez nos permiten entender la violencia feminicida, no sólo su manifestación extrema: el feminicidio, como un proceso de destrucción tolerado o negado por las autoridades y también alimentado por ellas. Nos permite ver asimismo algunas de las conexiones entre gobierno y sociedad que hacen posible o facilitan el funcionamiento de esta máquina y cuestionar las interpretaciones de la violencia extrema, en este caso contra las mujeres, como un fenómeno aislado, coyuntural, o sólo derivado de dislocaciones al interior de las familias o de ciertas comunidades.

 

La violencia contra las mujeres en México es una violencia estructural, muchas veces institucional e institucionalizada. Forma parte del paisaje. De un paisaje siniestro, sin duda, hoy poblado de fosas clandestinas y agujereado de ausencias: las de los desaparecidos de los que muchos hablan,  de las desaparecidas – de las que no se habla lo suficiente-,  de las asesinadas con violencia y saña.  Formar parte del paisaje implica en más de un sentido una normalización y naturalización que, lejos de corresponder sólo a una extraña  indiferencia social, se deriva de una misoginia persistente y también normalizada y del funcionamiento de lo que podríamos llamar no sólo un “velo” sino una maquinaria de impunidad.

Recordemos, por sólo dar un ejemplo, que veinte años de documentación del feminicidio en Ciudad Juárez no han bastado para modificar ni la realidad ni la visión de las autoridades al respecto. O pensemos en el caso del Estado de México, donde el ocultamiento y la negación de una realidad aun más terrible, documentada por ejemplo por Humberto Padgett en Las muertas del Estado (2014), han sido constantes y sistemáticos por parte de políticos y encargados de la justicia.  De eso no se habla, dirían, porque no nos interesa, no existe, o, mejor, es producto de la violencia familiar o de la “ruptura del tejido social”, ese término que parece servir para todo, incluso para responsabilizar  a las comunidades de la violencia que padecen.

 

En el contexto actual, las palabras suenan huecas, se han vaciado de sentido, como también ha señalado Sabina Berman, quien plantea la necesidad de tener como comunidad un lenguaje común, alguna narrativa que abra posibilidades de  futuro.  Las palabras se han vaciado a fuerza de manipulación y mentira. Aun así, no podemos dejar de pronunciar, para resignificarlas, “Estado de derecho”, “justicia”, “impunidad”.

La palabra impunidad está hoy en boca de todos: la impunidad de la violencia del crimen organizado, de las violaciones de derechos humanos  por parte de las fuerzas armadas y del orden, de los delincuentes de cuello blanco.  Hablemos también de la impunidad de la violencia feminicida; no sólo la del feminicidio, también la impunidad de las violaciones, la trata de personas, del abuso sexual de niñas y niños. Esa impunidad no es sólo un agravio a lo que se supone debe ser el “estado de derecho” o el “imperio de la ley”; es un agravio, otra forma de violencia, contra la sociedad, contra el presente y el futuro de millones de personas, mujeres principalmente pero también hombres. En efecto, el asesinato , la violación, atentan contra las mujeres directamente pero impactan también a la familia, a la comunidad y, a  la larga afectarán a las futuras generaciones.

Por impunidad me refiero a la falta de castigo por crímenes que están definidos en códigos y leyes que no se aplican. La omisión, indiferencia o colusión que deja sin castigo el feminicidio, la trata, la violación o formas  agudas de violencia obstétrica, constituye una de las caras de la maquinaria de impunidad.

Como han explicado expertos en el tema, como Carlos Martín Beristain en el marco de  violaciones graves de derechos humanos, la impunidad también se da como impunidad política, moral,  histórica; y todas ellas tienen graves repercusiones en la sociedad. Brevemente: según  explicara Beristain, hoy integrante del grupo interdisciplinario designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para investigar la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, la impunidad jurídica implica la falta de investigación y sanción, la ausencia de acceso a la justicia y la no reparación del daño.  A ella se añade la impunidad política que en posdictadura permite que represores conocidos sean nombrados en puestos públicos. Otra faceta es la impunidad moral, que  busca justificar la violencia culpando por ejemplo a las víctimas. Por último, la impunidad histórica se da como creación de un relato mentiroso que se transmite como verdad.[i]

Si pensamos no en las dictaduras sino en el caso de México y del feminicidio, es evidente que estas formas de impunidad están presentes  aquí desde hace décadas y han ido corroyendo la convivencia social.  Por sólo dar algunos ejemplos preguntemos: ¿dónde están los funcionarios de Chihuahua o del Estado de México que permitieron o propiciaron la  impunidad del feminicidio? ¿Cuántos funcionarios  acusados de corrupción o colusión con el crimen organizado, o de otros delitos graves, han seguido ascendentes carreras políticas? ¿Cómo se explicaron las masacres de jóvenes en el sexenio de Calderón o los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en los años 90? La sospecha y las acusaciones contra las víctimas eran consuetudinarias. ¿Qué ha dicho el Estado mexicano en sus reportes periódicos ante la ONU o el comité de la CEDAW? ¿Qué significa decir que el feminicidio de Ciudad Juárez es “un mito” (como afirmara un funcionario de la PGR en 2004 ) o que la preocupación de feministas y organizaciones por la violencia feminicida en Colima, Chihuahua, Chiapas, el Estado de México, Guanajuato, Morelos, Michoacán, Nuevo León es una exageración, como algunos sugieren ahora? ¿Qué implica que un gobernador asegure que “no habrá alerta de violencia de género” en su estado, apenas solicitada la investigación de ésta  (en Michoacán) o que otro afirme que el aumento vertiginoso de la violencia  feminicida en el suyo “no afecta la paz social” (en Chiapas)? Qué narrativas nos están planteando?

Las consecuencias de la impunidad, que los expertos también refieren, están a la vista. La impunidad jurídica mina el sentido de la ley y contribuye a crear miedo y terror: ¿quién está a salvo de la violencia si la ley no se aplica? ¿qué significado pueden tener en ese contexto la palabra “derecho” o la palabra “justicia”? La impunidad moral ha contribuido a diseminar la sospecha y la desconfianza. Si “algo debió hacer” quien fue asesinada o quien fue desaparecido, no podemos confiar en nadie. A la vez, sabiendo que esas sospechas son producto de la narrativa estatal y mediática  o de rumores sociales, tenemos que preguntarnos si nosotros estamos a salvo de sospechas  y de violencia. La impunidad histórica es la que hasta ahora ha prevalecido en los discursos oficiales acerca de hechos atroces como los de Aguas Blancas, Atenco, San Fernando, Cd. Allende, Tlatlaya- ya como silencio, ya como versión elusiva del horror y de las responsabilidades oficiales y sociales. Es la que hoy se cuestiona para el caso de Iguala.

 

La maquinaria de la impunidad en todas sus facetas va de la mano con una política de simulación, mal que podríamos rastrear hasta la Colonia con su “obedézcase pero no se cumpla” pero que se actualiza en el diario actuar de miles de funcionarios y funcionarias. La simulación está en la brecha entre ley y práctica judicial, en los discursos que repiten lo que dicen los funcionarios sin cuestionar la base de sus dichos,  en la adopción del discurso de derechos humanos por parte de quienes ni los respetan ni los garantizan.

La simulación es evidente en el Sistema Nacional de  Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres y en la falta de aplicación congruente de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV). Pese a ser una figura innovadora, la “alerta de violencia de género”, definida en ésta como “conjunto de acciones gubernamentales de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida en un territorio determinado, ya sea ejercida por individuos o por la propia comunidad” (art. 22), ha quedado hasta ahora como una expresión hueca más. Aunque desde 2008 se ha buscado ponerla en práctica para enfrentar graves problemas de violencia contra las mujeres, hasta la fecha no se ha declarado una sola en ningún estado. Y eso que  en 7 años se ha solicitado 11 veces , 3 de ellas para el estado de Guanajuato.

En un primer momento, el sistema mismo impidió la aplicación de la LGAMVLV porque las autoridades eran único juez y parte y porque el Reglamento de 2011 de esta ley impedía que se activara el procedimiento. La impostura era tal que, bajo presión de la sociedad y  atendiendo a una recomendación del Comité que da seguimiento a la CEDAW, ese reglamento se modificó en 2013 y 2014 de modo que la sociedad, a través de la academia, participara en los “grupos de trabajo para la investigación de la procedencia de  la declaratoria de alerta de violencia de género”. Sin embargo, quedaron como juez y parte representantes de CONAVIM e INMUJERES (es decir, SEGOB).

El hecho es que, aun con un reglamento mejorado, la declaración de la alerta de género en algún estado está más sujeta a la voluntad y casi terquedad de los grupos de trabajo encargados de evaluarla que a la evidencia de los hechos concretos  documentados por las OSCs en sus solicitudes. De ahí al parecer que las funcionarias hayan optado en meses recientes por manipular la conformación de esos grupos de trabajo, nombrando académicos ad hoc en vez de hacer una convocatoria pública y abierta, sin  tomar en cuenta siquiera su capacidad y respetabilidad para ese encargo. ¿De qué se trata?

Se trata, me parece, de simular que se sigue el nuevo reglamento, sin perder el control sobre el proceso y de impedir que gente especialista en violencia de género y comprometida en la defensa de los derechos humanos de las mujeres (como el comité académico para Guanajuato) participe en los grupos de trabajo. En este sentido urge preguntar cuál es el código de ética de la academia, o más bien, ya que ésta no es o no puede ser ajena al sistema en que estamos inscritos, ¿cómo podemos evitar una contaminación de la academia por la política de simulación? o ¿cómo preservar un código ético mínimo que garantice una participación  útil y comprometida de la academia en este trabajo de interés público?

Hasta ahora, el Sistema Nacional contra la violencia no ha cumplido ni con trazar una política integral contra la violencia de género ni con usar los instrumentos a su alcance para prevenir y sancionar la violencia feminicida. Así, por ejemplo, las peticiones para el Estado de México y Chiapas, por feminicidio, y de Nuevo León, por feminicidio y desapariciones, tuvieron que judicializarse ya que el sistema (conforme al reglamento anterior) las había desechado, sin siquiera leer la solicitud en el último caso.  Se tuvo que llegar al grado de que un mandato judicial por resolución de amparo obligara a las integrantes del sistema a sesionar para que recibieran la petición de Nuevo León, que habían rechazado sin más en 2012. ¿Qué hace falta para que funcionarias cumplan con sus obligaciones o, si no están dispuestas a hacerlo, dejen sus cargos?

 

Hoy, están en proceso de resolución 7 peticiones de alerta  de violencia de género. Colima llama la atención porque ahí la Comisión de Derechos Humanos estatal apoyó la solicitud presentada por varias organizaciones. En la mayoría de los estados en cambio son  sólo OSCs las que se han empeñado en hacer valer la letra de la Ley: las Libres en  Guanajuato presentaron su petición por segunda vez en 2014; en Nuevo León y el Estado de México Arthemisas por la Igualdad y el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) respectivamente han sido decisivos; en Morelos la CIDH con décadas de trabajo en la entidad, ha sido clave; en Michoacán la presentaron Humanas A.C. . Es evidente entonces que, pese a décadas de discurso que minimiza el problema, la sociedad civil sí está consciente de la gravedad de la violencia que enfrentan las mujeres y sí hay gente dispuesta a dedicar tiempo y energía para encontrar soluciones. La paradoja es que las autoridades cuya función es ésta no favorezcan la acción ciudadana.

En febrero, la evaluación de la alerta de violencia de género para el estado de Guanajuato entró en su fase final y puede culminar en la declaración de alerta de violencia de género por incumplimiento de las recomendaciones que hiciera el Grupo de trabajo hace seis meses. Habrá que ver si la Secretaría de Gobernación cumple a la brevedad con la función de declararla una vez que reciba el dictamen del grupo de trabajo  (probablemente a favor de la alerta) o lo dejará en el cajón hasta que pasen las elecciones o más tarde, dado que el reglamento no determina ningún plazo para declarar la alerta una vez recibido el dictamen en ese sentido. En Morelos, según apuntan hasta ahora las OSC que conocen el caso, también es probable que se deba declarar la alerta por incumplimiento de las recomendaciones.

En los demás estados, el proceso apenas se ha iniciado o retomado. Para el Estado de México, Chiapas y Nuevo León  se ha reiniciado y ha de seguir el viejo reglamento, lo que supone más obstáculos. En cambio  la violencia feminicida en Colima y Michoacán será evaluada por grupos de trabajo con cuatro integrantes de la academia y representantes gubernamentales.  Si, como se ha solicitado, todos los comités se conforman con especialistas en violencia y género, de trayectoria intachable, tal vez se logre implementar una política pública que en vez de simular  sirva para prevenir, atender, sancionar, y erradicar la violencia contra las mujeres, que es el objetivo del mecanismo de las alertas de violencia de género.

 

¿Por qué reivindicar este mecanismo en un marco de simulación e impunidad? Porque, como han documentado las solicitantes de la alerta, urge tomar medidas para detener el feminicidio y las desapariciones de niñas y mujeres en el país, y en esos estados en particular. Hablamos de más de 500 mujeres asesinadas en 2013-2014 y miles en los años anteriores  y de 400 niñas y jóvenes desaparecidas en 2014 en el Estado de México, entidad donde desaparecen de dos a tres niñas al día, en un flujo incontenible, según expusiera María de la Luz Estrada, coordinadora del OCNF en febrero pasado[ii]. Hablamos de 82 asesinatos de mujeres por razones de género en Guanajuato de enero de 2013 a marzo de 2014; de cientos de desaparecidas entre 2010 y 2011 y de un  aumento de 689% de los asesinatos de mujeres en 11 años en Nuevo León; de  feminicidio en Morelos, Colima, Michoacán y Chiapas, además de incontables (por falta de denuncia) violaciones y  de centenares de  personas desplazadas por la violencia en Michoacán y Chiapas. Y esto sin incluir las vejaciones cotidianas que se derivan de la violencia institucional, del acoso laboral y escolar, y sin contar estados donde  todavía no se solicita la alerta de violencia de género como Tlaxcala donde, según expusiera el Centro Fray Julián Garcés ante el Tribunal Permanente de los Pueblos - Capítulo México en agosto de 2014, la trata de personas está institucionalizada.

Si estos pocos y fríos datos de la violencia feminicida no bastan, cabe argumentar que el sistema nacional para la prevención y sanción de la violencia contra las mujeres le ha costado millones de pesos a la ciudadanía y ha servido hasta ahora para justificar los “avances” de México en la materia ante la ONU y el Comité CEDAW pero poco más. Por ejemplo, no existe una base de datos confiable por estado ni hay una política nacional de género y prevención de la violencia contra las mujeres, como pueden documentarlo las organizaciones que han tenido que llevar a cabo sus propias investigaciones para solicitar las alertas. Si la hubiera, las propias instancias gubernamentales podrían hacer sus recomendaciones a los estados donde la violencia contra las mujeres enciende focos rojos. 

En última instancia, cabe demandar la aplicación transparente e imparcial del  mecanismo de la alerta de violencia de género en tanto herramienta de política pública, creada por el propio Estado, a través del Congreso, porque idealmente aprovecha el interés y la participación de la sociedad civil organizada y en principio favorece soluciones administrativas, educativas, para prevenir, atender y sancionar la violencia contra mujeres y niñas. Si el propio estado rechaza los mecanismos que ha creado y si las instancias gubernamentales encargadas de la política de género vacían la ley de sentido, llegará el momento de declarar la alerta de violencia de género ciudadana y de exigir la desaparición de instancias tan huecas como el discurso oficial por la igualdad o los moños anaranjados  del 25 de noviembre.

 



[i] Retomo estas ideas de la exposición de Beristain en el  “Seminario Internacional sobre combate a la impunidad por violaciones graves a los derechos humanos”, organizado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos,  en enero 2015.

 

[ii] Este y otros datos se expusieron en el Foro “Violencia  Feminicida y Alertas de Violencia de Género”, llevado a cabo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 4 de febrero 2015.

 

Referencias

Berman, Sabina (2015). “El futuro ha muerto”. Proceso, 1 febrero 2015.

González Rodríguez, Sergio. (2002). Huesos en el desierto. Barcelona, Anagrama.

---- (2012). The Femicide Machine . Cambridge, USA: MIT- Press. Semiotext(e) Intervention Series 11.

Padgett, Humberto y Eduardo Loza. (2014). Las muertas del estado. México, Grijalbo, 2014

La máquina feminicida, escribe Sergio González Rodríguez en The Femicide Machine,“está compuesta de odio y violencia misógina, de machismo, poder y reafirmaciones patriarcales que se dan en los márgenes de la ley o dentro de una ley de complicidades entre criminales, policías, militares, funcionarios del gobierno, y ciudadanos que conforman una red de cuates a-legal. Por consiguiente, la máquina goza de la protección de individuos grupos e instituciones que a su vez ofrecen impunidad judicial y política, así como supremacía por encima del Estado y de la ley” (González Rodríguez, 2012:11, traducción mía).

Esta maquinaria, explica el autor de Huesos en el desierto (2002) ejerce su poder sobre las instituciones mediante la acción directa, la intimidación , la inercia y la indiferencia. Su funcionamiento, añade, va acompañado de un velo de impunidad.

Estas reflexiones derivadas del análisis del feminicidio en Ciudad Juárez nos permiten entender la violencia feminicida, no sólo su manifestación extrema: el feminicidio, como un proceso de destrucción tolerado o negado por las autoridades y también alimentado por ellas. Nos permite ver asimismo algunas de las conexiones entre gobierno y sociedad que hacen posible o facilitan el funcionamiento de esta máquina y cuestionar las interpretaciones de la violencia extrema, en este caso contra las mujeres, como un fenómeno aislado, coyuntural, o sólo derivado de dislocaciones al interior de las familias o de ciertas comunidades.

La violencia contra las mujeres en México es una violencia estructural, muchas veces institucional e institucionalizada. Forma parte del paisaje. De un paisaje siniestro, sin duda, hoy poblado de fosas clandestinas y agujereado de ausencias: las de los desaparecidos de los que muchos hablan,  de las desaparecidas – de las que no se habla lo suficiente-,  de las asesinadas con violencia y saña.  Formar parte del paisaje implica en más de un sentido una normalización y naturalización que, lejos de corresponder sólo a una extraña  indiferencia social, se deriva de una misoginia persistente y también normalizada y del funcionamiento de lo que podríamos llamar no sólo un “velo” sino una maquinaria de impunidad.

Recordemos, por sólo dar un ejemplo, que veinte años de documentación del feminicidio en Ciudad Juárez no han bastado para modificar ni la realidad ni la visión de las autoridades al respecto. O pensemos en el caso del Estado de México, donde el ocultamiento y la negación de una realidad aun más terrible, documentada por ejemplo por Humberto Padgett en Las muertas del Estado (2014), han sido constantes y sistemáticos por parte de políticos y encargados de la justicia.  De eso no se habla, dirían, porque no nos interesa, no existe, o, mejor, es producto de la violencia familiar o de la “ruptura del tejido social”, ese término que parece servir para todo, incluso para responsabilizar  a las comunidades de la violencia que padecen.

En el contexto actual, las palabras suenan huecas, se han vaciado de sentido, como también ha señalado Sabina Berman, quien plantea la necesidad de tener como comunidad un lenguaje común, alguna narrativa que abra posibilidades de  futuro.  Las palabras se han vaciado a fuerza de manipulación y mentira. Aun así, no podemos dejar de pronunciar, para resignificarlas, “Estado de derecho”, “justicia”, “impunidad”.

La palabra impunidad está hoy en boca de todos: la impunidad de la violencia del crimen organizado, de las violaciones de derechos humanos  por parte de las fuerzas armadas y del orden, de los delincuentes de cuello blanco.  Hablemos también de la impunidad de la violencia feminicida; no sólo la del feminicidio, también la impunidad de las violaciones, la trata de personas, del abuso sexual de niñas y niños. Esa impunidad no es sólo un agravio a lo que se supone debe ser el “estado de derecho” o el “imperio de la ley”; es un agravio, otra forma de violencia, contra la sociedad, contra el presente y el futuro de millones de personas, mujeres principalmente pero también hombres. En efecto, el asesinato , la violación, atentan contra las mujeres directamente pero impactan también a la familia, a la comunidad y, a  la larga afectarán a las futuras generaciones.

Por impunidad me refiero a la falta de castigo por crímenes que están definidos en códigos y leyes que no se aplican. La omisión, indiferencia o colusión que deja sin castigo el feminicidio, la trata, la violación o formas  agudas de violencia obstétrica, constituye una de las caras de la maquinaria de impunidad.

Como han explicado expertos en el tema, como Carlos Martín Beristain en el marco de  violaciones graves de derechos humanos, la impunidad también se da como impunidad política, moral,  histórica; y todas ellas tienen graves repercusiones en la sociedad. Brevemente: según  explicara Beristain, hoy integrante del grupo interdisciplinario designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para investigar la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa, la impunidad jurídica implica la falta de investigación y sanción, la ausencia de acceso a la justicia y la no reparación del daño.  A ella se añade la impunidad política que en posdictadura permite que represores conocidos sean nombrados en puestos públicos. Otra faceta es la impunidad moral, que  busca justificar la violencia culpando por ejemplo a las víctimas. Por último, la impunidad histórica se da como creación de un relato mentiroso que se transmite como verdad.[i]

Si pensamos no en las dictaduras sino en el caso de México y del feminicidio, es evidente que estas formas de impunidad están presentes  aquí desde hace décadas y han ido corroyendo la convivencia social.  Por sólo dar algunos ejemplos preguntemos: ¿dónde están los funcionarios de Chihuahua o del Estado de México que permitieron o propiciaron la  impunidad del feminicidio? ¿Cuántos funcionarios  acusados de corrupción o colusión con el crimen organizado, o de otros delitos graves, han seguido ascendentes carreras políticas? ¿Cómo se explicaron las masacres de jóvenes en el sexenio de Calderón o los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en los años 90? La sospecha y las acusaciones contra las víctimas eran consuetudinarias. ¿Qué ha dicho el Estado mexicano en sus reportes periódicos ante la ONU o el comité de la CEDAW? ¿Qué significa decir que el feminicidio de Ciudad Juárez es “un mito” (como afirmara un funcionario de la PGR en 2004 ) o que la preocupación de feministas y organizaciones por la violencia feminicida en Colima, Chihuahua, Chiapas, el Estado de México, Guanajuato, Morelos, Michoacán, Nuevo León es una exageración, como algunos sugieren ahora? ¿Qué implica que un gobernador asegure que “no habrá alerta de violencia de género” en su estado, apenas solicitada la investigación de ésta  (en Michoacán) o que otro afirme que el aumento vertiginoso de la violencia  feminicida en el suyo “no afecta la paz social” (en Chiapas)? Qué narrativas nos están planteando?

Las consecuencias de la impunidad, que los expertos también refieren, están a la vista. La impunidad jurídica mina el sentido de la ley y contribuye a crear miedo y terror: ¿quién está a salvo de la violencia si la ley no se aplica? ¿qué significado pueden tener en ese contexto la palabra “derecho” o la palabra “justicia”? La impunidad moral ha contribuido a diseminar la sospecha y la desconfianza. Si “algo debió hacer” quien fue asesinada o quien fue desaparecido, no podemos confiar en nadie. A la vez, sabiendo que esas sospechas son producto de la narrativa estatal y mediática  o de rumores sociales, tenemos que preguntarnos si nosotros estamos a salvo de sospechas  y de violencia. La impunidad histórica es la que hasta ahora ha prevalecido en los discursos oficiales acerca de hechos atroces como los de Aguas Blancas, Atenco, San Fernando, Cd. Allende, Tlatlaya- ya como silencio, ya como versión elusiva del horror y de las responsabilidades oficiales y sociales. Es la que hoy se cuestiona para el caso de Iguala.

 

La maquinaria de la impunidad en todas sus facetas va de la mano con una política de simulación, mal que podríamos rastrear hasta la Colonia con su “obedézcase pero no se cumpla” pero que se actualiza en el diario actuar de miles de funcionarios y funcionarias. La simulación está en la brecha entre ley y práctica judicial, en los discursos que repiten lo que dicen los funcionarios sin cuestionar la base de sus dichos,  en la adopción del discurso de derechos humanos por parte de quienes ni los respetan ni los garantizan.

La simulación es evidente en el Sistema Nacional de  Prevención, Atención, Sanción y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres y en la falta de aplicación congruente de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV). Pese a ser una figura innovadora, la “alerta de violencia de género”, definida en ésta como “conjunto de acciones gubernamentales de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida en un territorio determinado, ya sea ejercida por individuos o por la propia comunidad” (art. 22), ha quedado hasta ahora como una expresión hueca más. Aunque desde 2008 se ha buscado ponerla en práctica para enfrentar graves problemas de violencia contra las mujeres, hasta la fecha no se ha declarado una sola en ningún estado. Y eso que  en 7 años se ha solicitado 11 veces , 3 de ellas para el estado de Guanajuato.

En un primer momento, el sistema mismo impidió la aplicación de la LGAMVLV porque las autoridades eran único juez y parte y porque el Reglamento de 2011 de esta ley impedía que se activara el procedimiento. La impostura era tal que, bajo presión de la sociedad y  atendiendo a una recomendación del Comité que da seguimiento a la CEDAW, ese reglamento se modificó en 2013 y 2014 de modo que la sociedad, a través de la academia, participara en los “grupos de trabajo para la investigación de la procedencia de  la declaratoria de alerta de violencia de género”. Sin embargo, quedaron como juez y parte representantes de CONAVIM e INMUJERES (es decir, SEGOB).

El hecho es que, aun con un reglamento mejorado, la declaración de la alerta de género en algún estado está más sujeta a la voluntad y casi terquedad de los grupos de trabajo encargados de evaluarla que a la evidencia de los hechos concretos  documentados por las OSCs en sus solicitudes. De ahí al parecer que las funcionarias hayan optado en meses recientes por manipular la conformación de esos grupos de trabajo, nombrando académicos ad hoc en vez de hacer una convocatoria pública y abierta, sin  tomar en cuenta siquiera su capacidad y respetabilidad para ese encargo. ¿De qué se trata?

Se trata, me parece, de simular que se sigue el nuevo reglamento, sin perder el control sobre el proceso y de impedir que gente especialista en violencia de género y comprometida en la defensa de los derechos humanos de las mujeres (como el comité académico para Guanajuato) participe en los grupos de trabajo. En este sentido urge preguntar cuál es el código de ética de la academia, o más bien, ya que ésta no es o no puede ser ajena al sistema en que estamos inscritos, ¿cómo podemos evitar una contaminación de la academia por la política de simulación? o ¿cómo preservar un código ético mínimo que garantice una participación  útil y comprometida de la academia en este trabajo de interés público?

Hasta ahora, el Sistema Nacional contra la violencia no ha cumplido ni con trazar una política integral contra la violencia de género ni con usar los instrumentos a su alcance para prevenir y sancionar la violencia feminicida. Así, por ejemplo, las peticiones para el Estado de México y Chiapas, por feminicidio, y de Nuevo León, por feminicidio y desapariciones, tuvieron que judicializarse ya que el sistema (conforme al reglamento anterior) las había desechado, sin siquiera leer la solicitud en el último caso.  Se tuvo que llegar al grado de que un mandato judicial por resolución de amparo obligara a las integrantes del sistema a sesionar para que recibieran la petición de Nuevo León, que habían rechazado sin más en 2012. ¿Qué hace falta para que funcionarias cumplan con sus obligaciones o, si no están dispuestas a hacerlo, dejen sus cargos?

 

Hoy, están en proceso de resolución 7 peticiones de alerta  de violencia de género. Colima llama la atención porque ahí la Comisión de Derechos Humanos estatal apoyó la solicitud presentada por varias organizaciones. En la mayoría de los estados en cambio son  sólo OSCs las que se han empeñado en hacer valer la letra de la Ley: las Libres en  Guanajuato presentaron su petición por segunda vez en 2014; en Nuevo León y el Estado de México Arthemisas por la Igualdad y el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) respectivamente han sido decisivos; en Morelos la CIDH con décadas de trabajo en la entidad, ha sido clave; en Michoacán la presentaron Humanas A.C. . Es evidente entonces que, pese a décadas de discurso que minimiza el problema, la sociedad civil sí está consciente de la gravedad de la violencia que enfrentan las mujeres y sí hay gente dispuesta a dedicar tiempo y energía para encontrar soluciones. La paradoja es que las autoridades cuya función es ésta no favorezcan la acción ciudadana.

En febrero, la evaluación de la alerta de violencia de género para el estado de Guanajuato entró en su fase final y puede culminar en la declaración de alerta de violencia de género por incumplimiento de las recomendaciones que hiciera el Grupo de trabajo hace seis meses. Habrá que ver si la Secretaría de Gobernación cumple a la brevedad con la función de declararla una vez que reciba el dictamen del grupo de trabajo  (probablemente a favor de la alerta) o lo dejará en el cajón hasta que pasen las elecciones o más tarde, dado que el reglamento no determina ningún plazo para declarar la alerta una vez recibido el dictamen en ese sentido. En Morelos, según apuntan hasta ahora las OSC que conocen el caso, también es probable que se deba declarar la alerta por incumplimiento de las recomendaciones.

En los demás estados, el proceso apenas se ha iniciado o retomado. Para el Estado de México, Chiapas y Nuevo León  se ha reiniciado y ha de seguir el viejo reglamento, lo que supone más obstáculos. En cambio  la violencia feminicida en Colima y Michoacán será evaluada por grupos de trabajo con cuatro integrantes de la academia y representantes gubernamentales.  Si, como se ha solicitado, todos los comités se conforman con especialistas en violencia y género, de trayectoria intachable, tal vez se logre implementar una política pública que en vez de simular  sirva para prevenir, atender, sancionar, y erradicar la violencia contra las mujeres, que es el objetivo del mecanismo de las alertas de violencia de género.

 

¿Por qué reivindicar este mecanismo en un marco de simulación e impunidad? Porque, como han documentado las solicitantes de la alerta, urge tomar medidas para detener el feminicidio y las desapariciones de niñas y mujeres en el país, y en esos estados en particular. Hablamos de más de 500 mujeres asesinadas en 2013-2014 y miles en los años anteriores  y de 400 niñas y jóvenes desaparecidas en 2014 en el Estado de México, entidad donde desaparecen de dos a tres niñas al día, en un flujo incontenible, según expusiera María de la Luz Estrada, coordinadora del OCNF en febrero pasado[ii]. Hablamos de 82 asesinatos de mujeres por razones de género en Guanajuato de enero de 2013 a marzo de 2014; de cientos de desaparecidas entre 2010 y 2011 y de un  aumento de 689% de los asesinatos de mujeres en 11 años en Nuevo León; de  feminicidio en Morelos, Colima, Michoacán y Chiapas, además de incontables (por falta de denuncia) violaciones y  de centenares de  personas desplazadas por la violencia en Michoacán y Chiapas. Y esto sin incluir las vejaciones cotidianas que se derivan de la violencia institucional, del acoso laboral y escolar, y sin contar estados donde  todavía no se solicita la alerta de violencia de género como Tlaxcala donde, según expusiera el Centro Fray Julián Garcés ante el Tribunal Permanente de los Pueblos - Capítulo México en agosto de 2014, la trata de personas está institucionalizada.

Si estos pocos y fríos datos de la violencia feminicida no bastan, cabe argumentar que el sistema nacional para la prevención y sanción de la violencia contra las mujeres le ha costado millones de pesos a la ciudadanía y ha servido hasta ahora para justificar los “avances” de México en la materia ante la ONU y el Comité CEDAW pero poco más. Por ejemplo, no existe una base de datos confiable por estado ni hay una política nacional de género y prevención de la violencia contra las mujeres, como pueden documentarlo las organizaciones que han tenido que llevar a cabo sus propias investigaciones para solicitar las alertas. Si la hubiera, las propias instancias gubernamentales podrían hacer sus recomendaciones a los estados donde la violencia contra las mujeres enciende focos rojos. 

En última instancia, cabe demandar la aplicación transparente e imparcial del  mecanismo de la alerta de violencia de género en tanto herramienta de política pública, creada por el propio Estado, a través del Congreso, porque idealmente aprovecha el interés y la participación de la sociedad civil organizada y en principio favorece soluciones administrativas, educativas, para prevenir, atender y sancionar la violencia contra mujeres y niñas. Si el propio estado rechaza los mecanismos que ha creado y si las instancias gubernamentales encargadas de la política de género vacían la ley de sentido, llegará el momento de declarar la alerta de violencia de género ciudadana y de exigir la desaparición de instancias tan huecas como el discurso oficial por la igualdad o los moños anaranjados  del 25 de noviembre.

 



[i] Retomo estas ideas de la exposición de Beristain en el  “Seminario Internacional sobre combate a la impunidad por violaciones graves a los derechos humanos”, organizado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos,  en enero 2015.

 

[ii] Este y otros datos se expusieron en el Foro “Violencia  Feminicida y Alertas de Violencia de Género”, llevado a cabo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 4 de febrero 2015.

 

Referencias

Berman, Sabina (2015). “El futuro ha muerto”. Proceso, 1 febrero 2015.

González Rodríguez, Sergio. (2002). Huesos en el desierto. Barcelona, Anagrama.

---- (2012). The Femicide Machine . Cambridge, USA: MIT- Press. Semiotext(e) Intervention Series 11.

Padgett, Humberto y Eduardo Loza. (2014). Las muertas del estado. México, Grijalbo, 2014

 

 

 

 

No lo sé, hijo.

Solo sé que si desaparecieras te buscaría entre la tierra y debajo de ella.

Tocaría en cada puerta de cada casa.

Preguntaría a todas y a cada una de las personas que encontrara en mi camino.

Exigiría, todos y cada uno de los días, a cada instancia obligada a buscarte que lo hiciera hasta encontrarte.

Y querría, hijo, que no tuvieras miedo, porque te estoy buscando.

 

Y si no me escucharan, hijo;

la voz se me haría fuerte y gritaría tu nombre por las calles.

Rompería vidrios y tiraría puertas para buscarte.

Incendiaría edificios para que todos supieran cuánto te quiero y cuánto quiero que regreses.

Pintaría muros con tu nombre y no querría que nadie te olvidara.

Buscaría a otros y a otras que también buscan a sus hijos para que juntos te encontráramos a ti y a ellos.

Y querría, hijo, que no tuvieras miedo, porque muchos te buscamos.

 

Si no desaparecieras, hijo, como así deseo y quiero.

Gritaría los nombres de todos aquellos que sí han desaparecido.

Escribiría sus nombres en los muros.

Abrazaría en la distancia y en la cercanía a todos aquellos padres y madres; hermanas y hermanos que buscan a sus desaparecidos.

Caminaría del brazo de ellos por las calles.

Y no permitiría que sus nombres fueran olvidados.

Y querría, hijo, que todos ellos no tuvieran miedo, porque todos los buscamos.

Marcela Ibarra Mateos

Ayotzinapa me quitó las palabras. Por el horror, por una sensación de déjà vu que no resta la indignación pero aumenta extrañamente la incredulidad. Años de seguir temas como el feminicidio o las masacres de jóvenes hacen mella. A la larga dan fuerza para continuar: enseñan que si el horror no se detiene, aumenta y amplía su zona de destrucción. No sé cómo detener el horror pero sé que hace falta decirlo desde otro lugar que no sea la trivialización  y la indiferencia. Eso intento.

El crimen de Iguala podría haber sido un llamado de atención para un gobierno que se ha dedicado a barrer la violencia bajo una catarata de spots vacuos y de propaganda que corresponde al mundo irreal de la televisión abierta, no a la sociedad desigual y plural que conformamos. Por un instante, pensé, quise creer, que no se repetiría la insensibilidad de Calderón ante Lomas de Salvarcar ni el ocultamiento de lo que equivale a un crimen de guerra como la destrucción de Ciudad Allende, en  Coahuila, nuestro Lídice; quise creer que no se repetiría el guión de maltrato a víctimas que bien conocen las madres de Ciudad Juárez,  del Estado de México y de tantas otras regiones azotadas por el feminicidio y la desaparición de niñas y jóvenes.

Error.

Ante un crimen brutal que le eriza los pelos hasta a víctimas de  torturas de dictaduras del Cono Sur, el gobierno optó por cerrar los ojos: a ver si se olvidaba, o  pasaba a segundo plano, como otras masacres (San Fernando, por ejemplo). Cuando le fue evidente que el crimen era tan excesivo que no podrían apagar los reflectores de la atención internacional, buscaron deslindarse de su responsabilidad, atribuyendo el problema a “Iguala” a “Guerrero” o a la “pareja infernal” que empezaron a pintar algunos medios oficiosos.  Y luego, retomaron el guión que creen les ha funcionado para “administrar los problemas”: administraron la información, intentaron cooptar a los padres, callarlos; de pronto anunciaron una detención espectacular, la de la pareja criminal, y a los pocos días enfrentaron a 43 familias destrozadas a una información horripilante en el sentido literal de la palabra, y no confirmada.

Tal pareciera que no hay abogados ni asesores capaces de ilustrar a los funcionarios sobre sus obligaciones y las obligaciones del Estado: lo que es cumplir y hacer cumplir la Constitución - con su reforma al artículo 1ero en términos de primacía de derechos humanos,  lo que implica cumplir con los tratados internacionales, lo que es el trato ético con víctimas.   

Peor, pareciera que no hay en los funcionarios responsables ni sentido ético  ni sensibilidad humana básica.

Tal vez, como ha planteado Sergio González Rodríguez en Campo de guerra, estamos ya ante un a-Estado dispuesto a seguir administrando los problemas con una lógica de guerra, no “contra el narco”, contra la ciudadanía.

El hecho es, en todo caso, que el poder ejecutivo no está a la altura de la ciudadanía, ni de los jóvenes que han salido a las calles a protestar y demandar justicia. Ante el horror exacerbado, ante un crimen que rebasa –como otros antes, en mi opinión- todos los  límites de lo aceptable, el gobierno, incluyendo a los partidos políticos, ha pretendido seguir como si nada grave hubiera pasado. Una especie de rerun de la actitud ante desastres naturales que los lleva a decir absurdamente “México sigue en pie”.

Peor, ante la magnitud de la reacción de una ciudadanía indignada, ante la imposibilidad de dar la impresión afuera de que “aquí no pasa nada”   o nada “grave”, se está retomando también el manual del represor, puesto en  práctica de manera recurrente desde el 1ero de diciembre de 2012 en la ciudad de México, bien conocido  por quienes estudian  movimientos sociales o han observado protestas anteriores al 2012.  

El guión no tan oculto de las autoridades rebasadas por la protesta social es romperla y criminalizarla. Para eso sirven la policía y las fuerzas del “orden”, los medios comprados y grupos de choque, se llamen porros, encapuchados o se les mal llame “anarquistas”. Se construye a quien protesta como enemigo del orden, se le acusa de tener nexos con criminales, de querer desestabilizar al país o de atacar a los buenos funcionarios. Si la manifestación es pequeña se le deja pasar una vez y la siguiente se cerca y paraliza (a esto le llaman “encapsular”, término inadecuado porque elude el miedo que provoca). Si es grande, se le deja pasar, con o sin vigilancia policiaca, y hacia el final se empieza a romper con disturbios de  bloques negros (encapuchados ligados a la policía o independientes), para culminar con un gran acto vandálico. El propósito es romper la manifestación y desprestigiarla ante la opinión pública manipulada por los medios, atemorizar a los participantes y a los simpatizantes; transmitir el mensaje de que manifestarse es arriesgado, de que los “infiltrados” pueden en cualquier momento desatarse provocando la intervención de la policía. Y como en México la policía es arbitraria, no irá a detener a los vándalos sino a quien sea, a quien esté cerca o lejos del lugar de los hechos. El caso es amedrentar, advertir, detener la protesta.

Otros han estudiado mejor esta estrategia y quienes estuvieron ahí podrán analizar mejor lo sucedido anoche, 8 de noviembre, ante Palacio Nacional. Pero es evidente que se trata de un gran acto vandálico montado o tolerado por las propias autoridades. Lo mismo, probablemente, que el incendio de la estación de metrobús frente a CU. Y todavía faltaría saber quién incendió el Palacio de Gobierno en Chilpancingo justo antes de que sucediera lo del Zócalo. Tal vez en Guerrero se trate de una reacción popular contra un símbolo de omisión e injusticia, pero no es imposible que sea un acto provocado.  En el caso del zócalo, quien pase regularmente por Palacio sabe que hay vallas y guardias;  quien haya ido a manifestaciones sabe que, además de la vigilancia visible, siempre hay vigilancia no visible, en las alturas y en  la propia plaza. ¿Dónde estaban? ¿Qué hicieron?

Lo que esto demuestra es que, pese a todo, pese a la enorme protesta, al profundo dolor, al horror que significa la desaparición y probable masacre de 43 estudiantes y la muerte de 6 personas más, una de ellas desollada, los administradores del Estado no han aprendido nada o no están dispuestos a entender nada. Han optado, hasta aquí, por repetir un guión digno de las dictaduras. Tal  vez asemejarse a las dictaduras sea lo de menos para ellos puesto que antes permitieron, y siguen permitiendo, que amplias zonas del país vivan en estado de excepción. No otra cosa sucede en Tamaulipas, en Michoacán, sucedía ya en Guerrero donde el narco controlaba la circulación por la sierra desde hace años. No otra cosa sucede también ya en la zona conurbada del DF donde mucha gente vive bajo la amenaza de la extorsión.  Pero a nosotros sí nos importa.

¿Qué nos queda ante esta evidencia de un gobierno endurecido y sin sentido ético? ¿Cómo romper nosotros, la ciudadanía, con el guión de la represión?  Tenemos derecho a la protesta y podemos y debemos seguirnos manifestando. Sin embargo,  también es necesario, me parece, buscar otras formas de protesta y exigencia que no nos desgasten,  revertirle al gobierno el costo de las detenciones arbitrarias, a los medios su colusión en la criminalización de la protesta y la desinformación; y encontrar caminos que nos saquen de este estancamiento en el shock.

El trauma ante este horror  se añade a otros para mucha gente. Es difícil hacer propuestas desde ahí pero  confío en que la juventud, que ha marcado la pauta estos días, proponga acciones y formas de acción innovadoras que habremos de apoyar. No en balde #YoSoy132 planteo una crítica seria  a los medios  mentirosos, que podríamos retomar como boicot a éstos y sus patrocinadores. Antes también Sabina Berman propuso negarnos a pagar impuestos, mientras no se cumplan condiciones mínimas para la vida ciudadana y se ponga un alto a la corrupción, acción que sólo puede tener éxito con una organización muy amplia.

Por ahora, desde nuestro lugar como profesores o simplemente como ciudadanía indignada ante el estado de desastre de nuestro país, debemos, me atrevo a decir, repetirle a quienes rehuyen sus responsabilidades y optan por criminalizar la protesta que, aunque promuevan o toleren el vandalismo, aunque detengan a inocentes y dejen ir  a los culpables, aunque vuelvan a cerrar el zócalo, Iguala es y seguirá siendo un crimen de estado. Y nosotros seguiremos exigiendo verdad y justicia para Ayotzinapa y todas las víctimas de violencia, institucional o criminal.

En el guión ideal de los gobernantes, deberíamos irnos a casa a llorar, a distraernos a olvidar. No podemos hacerlo. Nuestra casa está sitiada. Por el crimen organizado, por funcionarios corruptos, por empresas  y gobiernos ecocidas,  por delincuentes impunes; por el miedo y la impunidad en todas partes, por la ignominia, hoy.

 

 

 

 

 

 

 

 

Escucha este post aquí

Para Adrián, con mi mayor solidaridad y afecto

De 2012 a la fecha, documenta la World Association of Newspapers and News Publishers, han sido denunciados penalmente 60 actos delictivos contra personal del Noroeste, sin contar amenazas constantes, incluidas las que siguieron a la cobertura de la detención de Joaquín Guzmán Loera, en Mazatlán, a mediados de febrero [2014].

Es el contexto en el que ocurre la agresión contra Adrián López Ortiz, director general de ese prestigiado diario sinaloense, el miércoles [abril 2, 2014], en Culiacán ―lo cual puede constatarse en «Noroeste bajo ataque», recopilación escalofriante disponible en línea.

Todo lo que ha seguido al ataque contra Adrián, quien fue robado y herido a balazos de madrugada, es la misma torpeza gubernamental que ya conocemos y no hace más que enviar un clarísimo mensaje a quien piense en atacar a un periodista o un medio de noticias: «Tus probabilidades de impunidad son altísimas, actúa».

Como principal responsable político de lo que sucede en Sinaloa, el gobernador Mario López Valdez ha sido, por supuesto, el gran protagonista de la gran farsa mediática.

Imaginemos: de acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción Sobre Seguridad Pública 2013, del INEGI, casi el 80 por ciento de los sinaloenses mayores de 18 años se percibe inseguro, en niveles semejantes a los de Chihuahua, Durango, Jalisco, Veracruz y el Distrito Federal.

No es, por cierto, una percepción infundada: en el periodo de medición de dicha encuesta, casi un tercio de los habitantes de ese estado del noroeste mexicano sufrió al menos un delito y casi la mitad de todos esos delitos fueron cometidos con arma de fuego, produciéndose una de las tasas de homicidio doloso más altas del país [48 por cada 100 mil habitantes, más del doble de la media nacional].

¿Y cuántos de esos delitos fueron denunciados ante la instancia competente? Menos del 10 por ciento. ¿Por qué? Porque las víctimas prefirieron no denunciarlos al percibir ineptitud, burocratismo, corrupción o colusión criminal de la policía, el ministerio público y los jueces. Y de los delitos denunciados, ¿cuántos de sus autores fueron llevados ante un juez, procesados y condenados penalmente? Menos del 2 por ciento ―todo lo cual, repito, está contenido en la encuesta del INEGI citada.

No obstante esta sobrecogedora realidad, que denota un estado crítico de inseguridad permanente y la parálisis estructural del sistema sinaloense de justicia penal, el gobernador López Valdez, denigrando su propia investidura, se erigió instantáneamente en fiscal y juez, y a las pocas horas del ataque contra Adrián, emitió su primer veredicto: el atentado no tiene relación con la línea editorial del Noroeste, añadiendo un toquecito de misterio: «Ya hay detenidos».

Haciéndole segunda, al día siguiente [abril 4, 2014] el procurador general de Justicia Marco Antonio Higuera Gómez hizo pública la identidad de tres jóvenes detenidos y tres prófugos a los que responsabilizó del asalto al periodista. Insultando su investidura de fiscal y suplantando igual que el gobernador al Poder Judicial, se erigió en juez de facto para declarar responsables a esas personas y desechar el móvil relacionado con el trabajo del Noroeste o la propia víctima.

Por supuesto, el procurador sinaloense se basó, como él mismo lo dijo, en las declaraciones de las personas detenidas, algo predecible en una institución donde, ante la incapacidad de investigar científicamente, las acusaciones se sostienen en declaraciones ministeriales autoincriminatorias o de supuestos testigos, y no mucho más.

Al final, en una redición del «Lástima Margarito», el gobernador López Valdez remachó: Adrián tuvo «mala suerte», o sea, el asalto en su contra nada tiene de atentado contra la libertad de expresión. Es todo. Vaya. ¿Y el Poder Judicial? No cuenta, porque sentencia condenatoria ya hay, de facto.

El Noroeste es, en mi experiencia, uno de los pocos diarios mexicanos verdaderamente profesionalizados. Me consta que posee no solo una de las más robustas estructuras de procesos editoriales que hay en el país, sino que el liderazgo del propio Adrián y otros experimentados periodistas en sus redacciones de Mazatlán y Culiacán lo han llevado a distinguirse por sus estándares deontológicos y también su política laboral.

El ataque a Adrián, cuyo móvil ―en virtud de la incompetencia institucional― probablemente nunca conoceremos con veracidad, no es un dato menor; muestra una vez más que los periodistas estamos en todo caso realmente vulnerables, en gran medida porque los actores políticos y procesales del sistema penal incumplen sus responsabilidades y se suplantan mutuamente para regular el timming mediático, incentivando sin duda nuevos ataques. «Mala suerte», Adrián; «mala suerte», sinaloenses. Lo lamento.

marcolaraklahr.mx

Sexto testimonio leído durante la concentración "¡Prensa, no disparen!", el 23 de febrero 2014 en el Angel de la Independencia de la Ciudad de México, por Mario Alberto Segura, periodista desplazado de Tamaulipas, después de haber sido secuestrado:

Cuarto testimonio leído durante la concentración "¡Prensa, no disparen!" el 23 de febrero 2014 en el Ángel de la Independencia de la Ciudad de México, por Luis Cardona, periodista secuestrado el 19 de septiembre del 2012 en Nuevo Casas Grandes, Chihuahua:

Tercer testimonio leído el 23 de febrero 2014 durante la concentración "¡Prensa, no disparen!", en El Ángel de la Independencia de la Ciudad de México.

Este es un testimonio que la periodista Regina Martínez, corresponsal en Veracruz de la revista Proceso, dio a un integrante de Periodistas de a Pie, 4 meses antes de su asesinato.

Primer testimonio leído durante la concentración "¡Prensa, no disparen!" el 23 de febrero 2014 en el Angel de la Independencia de la Ciudad de México, sobre Ramón Ángeles Zalpa, periodista desaparecido en Paracho, Michoacán. 

TESTIGOS PRESENCIALES

ESTADO DE LA REPÚBLICA

DESAPARECIDOS

PRENSA AMENAZADA

RECIBE NUESTRO BOLETÍN

Nombre:

Email:   

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010