Fragmentar el pensamiento, el lenguaje, las vivencias, para mejor negarlas, destacar algunas escenas y difuminar otras, trastocar la interpretación de los hechos para incorporarlos en una ficción inverosímil, forma parte del discurso oficial de la guerra que vivimos y contribuye a la confusión y a la parálisis. No se trata , sin embargo, de una estrategia novedosa; es, por el contrario, un recurso ya probado con que el aparato de poder y la sociedad se han sacudido antes el terrible peso que implicaría reconocer el dolor y la explotación de la mayoría de la población. En efecto, indígenas, pobres y mujeres saben desde hace siglos que la violencia constituye un continuum de humillaciones, despojos, agresiones, sangre y muerte, Sin conformar en modo alguno un tejido lineal homogéneo, las violencias se entretejen y retroalimentan.
Así, por sólo dar un ejemplo, la actual embestida del clero y de los partidos contra las mujeres mediante reformas constitucionales quedan personalidad jurídica al óvulo fecundado, no puede deslindarse de la discriminación contra las niñas, ni de la cosificación del cuerpo femenino, ni del feminicidio que antecede en saña e impunidad a los crímenes de guerra más recientes. Por ello, conceptos dizque obsoletos como “misoginia” o “violencia patriarcal” han recobrado vigencia contra la fragmentación, funcional para el sistema, que implican términos como “violencia doméstica”, o la trivialización del “feminicidio”, formas de privatización y ocultamiento de la violencia social e institucional.
Recuperar esas otras experiencias de dolor y sobrevivencia que la guerra actual ha ido ocultando, es un acto de memoria necesario y, sobre todo, un acto de resistencia ante la irracionalidad. Iluminar esas violencias previas y laterales es también darle sentido al presente y renovar el poder de la palabra para decir “verdad” y exigir “justicia”. En ese camino andamos.